Dom 16.04.2006

CONTRATAPA

Sobre Jesús de Nazareth

› Por José Pablo Feinmann

Hace una semana (o más o menos) leí en Internet un texto atribuido a Slavoj Zizek. Como uno, cautelosamente, desconfía de todo lo que corretea por el basural cibernético, propongo poner entre paréntesis la pertenencia del texto. Que, quiero decir, acaso pertenezca a cualquier ser de este planeta y no a Slavoj Zizek. No obstante, algo de Zizek tenía. De modo que fingiremos creer que él lo elaboró. Zizek contraponía a una célebre afirmación que dice “Si Dios no existe, todo está permitido” otra que dice “Si Dios existe, todo está permitido”. Y adosa esta última sentencia a los fundamentalismos que, en la modalidad de lo cruel y lo devastador, traman la actual época histórica. El fundamentalismo necesita de la omnipresencia de Dios, dado que atribuirá a Él, a sus mandatos, todo lo que hace. El hombre se asume como el ejecutante de la voluntad divina. Más exactamente: el homo terrorista. El homo terrorista tiene –hoy– dos expresiones: el homo terrorista imperial y el homo terrorista islámico. (Utilizo el latín “homo” por una tradición que suele definir al “hombre” por ciertas actitudes o modos en los que incurre. El homo sapiens sería el hombre de razón. El homo faber el que hace, actúa o construye. El homo terrorista, el que destruye.)

Las dos modalidades del terrorismo actúan invocando a Dios. Su mandato se expresa así: “Dios existe, todo está permitido”. Elimino el condicional “si” porque el homo terrorista no admitiría ningún condicional. Dios, absolutamente, existe. El homo terrorista imperial se ampara en el cristianismo. Así, Bush puede decir: Dios está con nosotros. O esa otra frase impecable que dijo: Dios no es neutral, que está contenida en la anterior pero la explicita de modo contundente. El homo terrorista no sólo actúa en nombre de Dios sino también de sus promesas, de la plenitud, del regocijo, de las ilimitadas recompensas que le aguardan en una vida que trasciende la actual y que habrá de extenderse en un reino que será el reino infinito de su Dios, cuya infinitud habrá, naturalmente, de concedérsele. En suma, si muere por su Dios vivirá para siempre, en eterno regocijo, cobijado en Su Reino. Aquí, el homo terrorista aventaja al homo imperial: tiene más para recibir. Si el Dios del homo imperial fuera aún el de la Edad Media podría pedirle la vida a quienes luchan por él, ya que éstos creerían en la Promesa divina, creerían que abandonar este valle de lágrimas es estar junto al Señor y reposar en su seno. Pero siglos de secularización, aberraciones como la filosofía cartesiana, Copérnico, Galileo, la Revolución Francesa, el marxismo y otros horrores –participantes todos de la blasfemia– debilitaron la fe de los soldados del homo imperial en un mundo que esperaría más allá de éste. Por decirlo claro: el homo terrorista, en lo relativo a su relación con Dios, sigue en el siglo XIII. El homo imperial salió de ese siglo y esa salida erosionó su fe. De todos modos, los dos se igualan en una total creencia en Dios. Una creencia sin fisuras que justifica cualquier acción contra el enemigo. Ya que si Bush (el homo imperial) no puede ofrecer un mundo Otro para sus guerreros tiene recursos que el homo terrorista no tiene. Allí donde la fe no alcance alcanzará la propaganda, el miedo comunicacional, la idiotización y la introyección cotidiana del odio. ¿Quién odia más: un marine fanatizado por la ideología de su Imperio o un guerrero islámico fanatizado por los mandatos de su Dios?

La otra frase (“Si Dios no existe, todo está permitido”) pertenece a la cultura del nihilismo occidental, ya que en ella se incluye Dostoievsky, que fue quien la dijo por medio de uno de sus más grandes personajes, Iván Karamazov. En diálogo con su hermano menor, Aliosha Karamazov, cuya fe es tan honda como transparente es su alma, el torturado Iván lo desafía con ese razonamiento: Dios debiera existir, ya que si existiera la vida tendría un sentido, los valores tendrían sustento, todo dolor podría tolerarse, toda injusticia sería castigada. Pero si Dios no existe el mundo marcha al acaso, no hay fundamentos para nada, nada tiene sentido y el hombre está solo en la tierra. La frase de Dostoyevsky es: “Los hombres están solos en la tierra: he aquí la desdicha”. Como vemos, Zizek se equivoca: las dos posiciones justifican el caos y la muerte. Si el fundamentalismo dice: Dios existe, todo está permito, lo dice porque actúa en nombre de Dios, matará y torturará en Su nombre. Si el nihilismo dice: Dios no existe, todo está permitido, autorizará todo tipo de acciones, de odios, de venganzas, de crímenes, de atrocidades porque, sencillamente, no hay ante quien responder. El exceso de fe y la carencia de ella justifican la destrucción. En un caso por exceso de valores; en el otro, por su ausencia total. ¿Qué es lo que hay que retirar para que todo este fanatismo (el fanatismo fundamentalista y el fanatismo nihilista) se caiga a pedazos? Hay que retirar a Dios. Hay que sacar a Dios del medio. Dios –como lo propuso Nietzsche– debe morir. Al morir Dios mueren los valores absolutos en base a los cuales siempre los hombres se han exterminado los unos a los otros. Nietzsche proponía .en una de sus indubitables lecturas- la muerte de Dios como la muerte de todos los valores absolutos, la muerte de todos los fundamentos. Que luego haya propuesto los suyos –la vida, la voluntad de poder en tanto crecimiento y conservación y el Superhombre– revela que Dios no muere nunca, que siempre vuelve a aparecer, porque los hombres no pueden vivir sin absolutos. Por consiguiente, no pueden vivir sin matarse. (La única alternativa a esto es el demos griego: lo absoluto está en todos, la verdad está en todos, mi verdad sólo existe en tanto respeta la de los demás, mi verdad se desliza en la incompletud y el error si mato a alguien, ya que mi verdad necesitaba de la verdad de ese alguien para existir. Igualmente, la democracia real es un ejercicio paroxístico de absolutización de las verdades parciales, individuales. Baste pensar que Bush dice actuar en nombre de ella. Los hombres no ven en el Otro a ese ser que completa su verdad, a ese ser sin cuya verdad la mía no puede existir, sino que cada uno ve en los otros al lobo de Hobbes. El demos griego, como principio utópico de convivencia ajena a la pulsión de muerte, sigue, pese a todo, siendo sostenible, deseable.)

¿Cómo juega en medio de todo esto la figura de Jesús? El cristianismo penetra la fe de los hombres con eso que Hollywood supo llamar “la más grande historia jamás contada”. Dios, ante el sufrimiento de los hombres y ante sus reclamos por la injusticia, envía a Su hijo: él sufrirá más que todos los hombres. Pero en ese hijo será Dios mismo el que habrá de sufrir. Ya que ese hijo, Jesús, es Dios. Este Dios que se aviene a participar de los dolores de los hombres (a diferencia del Dios del Antiguo Testamento que atormentó a Abraham y a Job) pareciera introducir un elemento nuevo. Los hombres no están solos. Dios está con ellos. Les ha enviado a su hijo para que, sufriendo infinitamente, los redima. Incluso Jesús llegará a los extremos de la duda. Y este punto (el de hacer dudar a Jesús) acaso sea el de mayor comprensión y piedad de Dios por los hombres. ¿No es el momento de mayor dolor y soledad ése en que el creyente duda de su Dios? ¿No pierde todo ahí su sentido? Pues bien: también Jesús, el hijo de Dios, duda en la Cruz: “Padre, ¿por qué me has abandonado?” Y, al ser Jesús el mismísimo Dios hecho hombre, es Dios quien, llevando al extremo su comprensión y amor por los hombres, duda de sí mismo. Ninguna religión ha llegado más lejos en su intento por acercar a Dios y los hombres.

Pero su extravío fue también inmenso. Hay dos etapas en el cristianismo. Una breve que se da en la vida cristiana anterior a la redacción de los Evangelios. Y otra –que parte de la acción propagandística y misionera de Pablo– en la que surge el cristianismo histórico, profano y político “de la Iglesia y su ansia de poder dentro de la configuración de la humanidad occidental y su cultura moderna” (Heidegger, “La frase de Nietzsche ‘Dios ha muerto’”). La Iglesia, devenida puro fundamentalismo estamental, utiliza el dolor del torturado de la Cruz para justificar el dolor de los hombres. La Inquisición basó su derecho a torturar en la tortura de Jesús. Incluso un film-Bush, como el reciente de Mel Gibson sobre el pastor de Nazareth, insiste cruelmente en las torturas de Jesús para que ellas se prolonguen –justificándolas– en las cárceles de Iraq o en Guantánamo. Así, invocando a Dios, cotidianamente se transforma a la religión del amor en la de la vejación, en la del dolor.

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