› Por Osvaldo Bayer
He estado en Quimilí. Sí, Santiago del Estero. Tierra de los colores pintados de la belleza. Y de la música de montes y decires. Tierra para pensar en siglos, en silencios, en palabras cantadas. Bien, allí, la tremenda injusticia de la sociedad argentina, a través de décadas interminables. La gente de la tierra sin tierra. La tierra es de los especuladores. Especuladores siempre respaldados por la política, la Justicia, la policía. Hay que ir y escuchar a la gente: hombres como entregados ya a su suerte. Mujeres que salen primeras con el puño cerrado, niños que miran como acusadores de siglos, con infinita paciencia. Sí, uno escucha a la gente de la cooperativa del Mocase, allí, en Quimilí. No se explican por qué es así, por qué es siempre así. Trabajan su tierra y de pronto llega un desconocido con un papelito de propiedad, rodeado de una patota y exige el desalojo, y si no se van, viene la policía con palos. Si no dejan la tierra, llega entonces la Justicia. Así es, la tierra pasa de la gente nacida en Quimilí hace mil años a un desconocido de otra latitud. Y si pretenden aún quedarse o protestar, viene la patota y rompe a todo a fierrazos hasta desalojarlos.
Pienso en aquel 1810, en esos hombres como Moreno, Castelli, Belgrano. Sí, Belgrano. Detengámonos en este escrito de Belgrano. Belgrano, Manuel, el de la bandera azul y blanca: “Cuando vemos a nuestros labradores en la mayor parte llenos de miseria e infelicidad; con una triste choza que apenas les liberta de las intemperies; que en ellas moran padres e hijos; que la desnudez está representada en toda su extensión, no podemos menos que fijar el pensamiento para indagar las causas de tan deplorable desdicha. Es tiempo ya de que manifestemos nuestro concepto diciendo que todos esos males son causas de la principal, cuál es la falta de propiedades de los terrenos que ocupan los labradores; éste es el gran mal de donde provienen todas las infelicidades y miserias, y que sea la clase más desdichada de estas provincias”.
Es tiempo ya, dice Belgrano en 1810. Es tiempo ya. Estamos en el 2006, a dos siglos. Y seguimos igual. Claro, es que el general Julio Argentino Roca parece que arregló definitivamente todo. Argentino, Julio. Después de su “Campaña del Desierto” el resultado fue: dos millones quinientos mil hectáreas para los Martínez de Hoz. Y las mejores llanuras pampeanas para los Amadeo, Leloir, Temperley, Atucha, Ramos Mejía, Llavallol, Unzué, Miguens, Terrero, Arana, Casares, Señorans, Martín y Omar, Real de Azúa. Nuestra “sociedad”, el Barrio Norte en pleno. Con todas las letras: cuarenta y dos millones de hectáreas a 1843 terratenientes. Por la concesión Grünbein se dieron 2.517.274 hectáreas a los señores Halliday, Scott, Rudd, Wood, Waldron, Grienshild, Hamilton, Saunders, Reynard, Jamieson, Mac George, Mac Clain, Felton. Johnson, Woodman, Redman, Smith, Douglas y Ness, todos británicos. Es que en ese tiempo se hacía patria, por eso los monumentos. Y empezaron los infinitos negocios. Alvaro Yunque denuncia: “En 1884, el gobierno compra en La Pampa cuatro leguas de tierras. Las paga 5665 pesos con 85 centavos la legua. Dos años antes, el gobierno las había vendido a un particular a 500 pesos la legua. Diez veces más”. Negocio redondo. Negocio argentino. Pero ésas son moneditas con respecto a los grandes negociados que vendrían. En la Década Infame, Julio Argentino Roca, el hijo del general, va a firmar como vicepresidente de la Década Infame el tratado Roca-Runciman, con los británicos. Que fue, sin exagerar, ponernos de rodillas ante el Imperio de Su Majestad. Argentina con sus Argentinos. Roca. Por eso los monumentos.
Una verdadera democracia no puede seguir permitiendo que la gente de la tierra no tenga tierra o que se la quiten de acuerdo con el caudillo feudal que domine la región. Con justicia ad hoc, policía, gendarmería o patota. Si queremos una democracia debería comenzarse con limitar los latifundios. Que ningún poseedor “legal” de la tierra pueda tener más de50 mil hectáreas, por ejemplo. Y la obligación de todo gobierno de ayudar a las cooperativas campesinas mediante la expropiación y la ayuda en los primeros tiempos de esas cooperativas de trabajadores. El balance de los resultados de las cooperativas de todo tipo son realmente positivas, de manera que no se puede aducir el viejo prejuicio de los amos y dueños que, según ellos, los de abajo no saben lo que es producir y distribuir. Hay ejemplos magníficos que demuestran todo lo contrario.
De Quimilí viajamos a Santiago del Estero, la capital. Otra reunión de debate de los problemas de la tierra. Allí, con mucha rabia se recuerda el largo período de Juárez. El tiempo de la humillación, cinismo, descaro. Sólo superado por aquella Década Infame de los ’30. Mafia argentina. El pobre está para obedecer, sufrir. La sumisión. Y el silencio de todos: los gobernantes, los políticos, los intelectuales, los gremialistas y los medios. A las protestas, el silencio, cuando no el garrote. O la muerte mafiosa.
Los oradores nos informan que, a pesar del cambio de gobernador, las cosas no han cambiado mucho. Es que el poder “efectivo” sigue en las mismas manos, los que tienen la sartén por el mango de la economía, la “justicia” y la policía. De pronto se levanta la voz de un campesino, con la palabra de acento lugareño: “En mi calidad de trabajador de la tierra, voy a seguir protestando y denunciando, aunque siempre perdí, y cómo perdí. Me llamo Julio Galeano, soy de Campo Santa Ana, departamento Moreno. Tuve que enfrentar como campesino una avanzada cordobesa con socios santiagueños que actuaban personalmente o con ex funcionarios policiales, uno de ellos apellidado Castillo, y otros que simulaban ser jueces o escribanos, para meternos miedo. Hace poco vinieron a verme en una Trafic llena de armas. La primera vez que llegaron los recibí bien porque desconocía sus intenciones. Ellos, con sarcasmo, me dijeron: ‘¿Siempre va a ser así, tan bueno con nosotros?’ Se quedaron en casa, miraron mi campo y almorzaron. Hasta que vi en la camioneta muchas armas largas. Y así comenzaron a pasar de pronto avionetas, helicópteros, camionetas 4x4, automóviles caros. Y estuve dos veces preso, sin motivo. Al campesino Adolfo Farías lo secuestraron, lo desnudaron al lado del río Salado durante un día y una noche. Querían obligarlo a acusar a los compañeros de ladrones de vacas”.
Igual que con la “Campaña del Desierto”, donde meses antes se preparó el ambiente calificando a los pueblos originarios de “indios ladrones”. Cuando en realidad los “indios” no tenían sentido de la propiedad, es decir que no tenían noción de lo que es robar, porque creían que todo pertenecía a la naturaleza y no a algún cristiano. Y ya se hizo común, se llaman “los aprietes”. De pronto llegan patrulleros y se llevan a dos o tres campesinos y los acusan, por ejemplo, de “hurtos forestales”. La gente de campo tiene miedo principalmente por sus hijos y al final prefieren la pasividad, aguantar y retirarse.
Estos enfrentamientos por las tierras, en los que han ganado siempre los poderosos, afectan al 35 por ciento de la población rural en la provincia de Santiago del Estero. Muchos abogados terminan quedándose con el 20 por ciento de las propiedades en juego, que resigna siempre el campesino atacado.
Si el campesino atacado no resigna, los visitantes comienzan por su cuenta a alambrarles el campo; ponen sus propios peones, desmontan los bosques, taponan los pozos de agua, cierran caminos y hasta matan los animales. Y si no, obtienen una orden de desalojo judicial, generándose lógicas sospechas de un solapado respaldo judicial al despojo. Todo esto también lo ha ido registrando la publicación campesina La Columna.
Es otro capítulo más de la lucha de nuestro campo. Basta recordar aquel movimiento increíble de la “huelga de los rusos” de la pampeana Macachín, en 1910, que promovieron las colonias de rusos alemanes llegados a esa zona y que exigieron semillas para reanudar los sembrados destruidos porla sequía, o la huelga agraria de 1919 también en la llanura pampeana, o el corajudo Grito de Alcorta, de 1912, la rebelión de los sembradores de esas llanuras contra los terratenientes que dominaban todo desde el tiempo del “progreso” de Roca, desde sus mansiones del Barrio Norte. O aquello de Jacinto Arúaz, en plena pampa, donde los peones rurales dijeron basta a las empresas cosechadoras que los sometían a una bárbara expoliación. Lo mismo la trágica huelga de los peones rurales patagónicos que se rebelaron contra los latifundistas británicos y sus ayudantes argentinos, y terminaron fusilados por el gobierno de Yrigoyen. Una larga historia de injusticias en un país que se llama democrático.
Pero nada es gratuito. La violencia de arriba va a generar la respuesta de abajo. No jugar con la gente, no exagerar. No olvidar aquello tan sabio del “espontaneísmo de las masas”.
No jugar. Marchar hacia la verdadera democracia. Una sociedad sin niños con hambre, sin desocupados, de campesinos con su tierra para sembrarla, y la libertad necesaria para terminar con la Justicia corrupta, la policía mercenaria, los políticos sordos por conveniencia.
Me despide de Santiago del Estero un cuarteto de niños: dos guitarras, un violín y un bombo. Cantan como ángeles santiagueños melodías de esa tierra. ¿Llegarán ellos a tener tierra para sembrar semillas y poder continuar cantando esas melodías del pueblo?
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