Dom 30.04.2006

CONTRATAPA

El factor Barrionuevo

› Por José Pablo Feinmann

Hay un chiste de Groucho Marx. Hay muchos, pero éste que me propongo analizar y –más aún– instrumentar para echar alguna luz sobre el anclaje de Luis Barrionuevo en eso que suele llamarse las filas del

kirchnerismo, es un chiste claramente político. Hay otros que no lo son. Groucho proponía escribir en su lápida: “Buenas tardes, disculpe si no me levanto para saludarlo”. O solía decir al llegar a un banquete: “¡Comida, mi plato predilecto!”. Acaso me equivoco y todos estos chistes sean políticos y hasta algo más: acaso todos sean utilizables para comprender lo que llamamos el factor Barrionuevo. Dudo, aquí, de su condición de chiste. Un chiste siempre es un relato con un remate inesperado o paradojal o rotundo y hasta bizarro o abiertamente guaso, pero, el que sea, va en busca siempre de la risa o la carcajada del receptor. Los textos de Groucho son máximas, o sentencias o afirmaciones que no tienen un relato incluido sino que, ellas mismas, son el remate. Es como si Groucho, del chiste, sólo se hubiera concentrado en el final. Así, contundente, todo se reduce a una frase que, ella sola, despierta una carcajada y hasta, con gran frecuencia, una reflexión. En este arte sólo Woody Allen lo ha igualado: “Cuido a mi cerebro: es el segundo de mis órganos predilectos”. También es cierto que ninguno de los chistes o máximas o frases que habrán de citarse será más graciosa que la que dispara este texto: “Barrionuevo es kirchnerista”. ¿Qué tipo de risa merece esta frase? Amarga, porque hay risas amargas. Triste, porque hay risas tristes. Contrariada, porque hay risas contrariadas. O desencantada o desengañada o decepcionada. Nunca alegre. Porque el caso no lo es. No se trata de una buena nueva. Para nadie: ni para Kirchner ni para la política argentina. Cuando se incorpora a la polis a alguien que debiera estar raleado de ella, purgando, sin más, sus estragos, nadie se beneficia; salvo, tal vez, el antes expulsado de la virtud pública; salvo, tal vez, Barrionuevo.

Dice Groucho: “Estos son mis principios. Pero si no le gustan, tengo otros”. En política los principios varían de acuerdo a las coyunturas o incluso a las necesidades inmediatas, electoralistas o, sin más, a las necesidades de controlar el caudillismo en una provincia que parece algo arisca al poder central. Dadas las condiciones en que la política se piensa en el país (o no se piensa o mal-se-piensa), supongo que algunos se estarán poniendo de buen humor a esta altura del texto. Veamos: su título es “el factor Barrionuevo” y se dispone a hablar de las impurezas de la política. Bien, pareciera una nota anti

kirchnerista. Esto ocurre porque, torpe y hasta patéticamente, hay una furia y hasta un viejo rencor –ese eterno rencor de peronistas y antiperonistas– que sigue opacando la política argentina, y todos, al leer algo, antes de entender se preguntan: ¿es a favor o en contra? ¿Es a favor del Gobierno o en contra? Aclaremos: la nota pretende estar en contra de los usos pragmáticos de la política. Los radicales, por hablar de ellos, han protagonizado algunos de los momentos más espectaculares de esta modalidad: baste recordar a Alfonsín, sonriente, abrazándose con Menem en el tristísimo Pacto de Olivos. De todos modos, que todos incurran en esa práctica perversa no justifica a nadie. Si se dejara de hacer, si todos renegaran de ella, dejaría de existir. Pero si esa práctica –la del pragmatismo, la que implica dejar de lado los principios en nombre de las urgencias coyunturales, cuantitativas, suma votos– se abandonara, ¿seguiría existiendo la política? La que se practica actualmente moriría. Ocurre que uno, siempre, espera que algo nuevo surja. Ocurre que muchos esperaron que K no hiciera estas cosas. Ocurre que K llegó al Gobierno con la promesa de no hacerlas. Llegó para desmenemizar al país. Y meterlo a Barrionuevo en las propias filas es menemizarse hasta los huesos. ¿Cómo habría entonces de desmenemizar quien internamente se menemiza?

Sigamos con Groucho. Que había dicho: “Estos son mis principios. Pero si no le gustan, tengo otros”. Supongamos un diálogo (atención: escribí supongamos, o sea, se trata de un diálogo ficcional) entre K y Barrionuevo. O mejor: entre un puntero jerarquizado de K (quizá porque tal vez no se haya ocupado el mismo K de tan desagradable cuestión) y el señor de las fortunas vertiginosas. Funcionario K: “Oiga, Barrionuevo, nosotros conocemos sus principios. Usted tuvo la franqueza de decirlos públicamente. ‘La guita no se hace trabajando’, por ejemplo. O también: ‘Este país se arregla si dejamos de afanar dos años’. Vea, con esos principios no podemos arreglar nada con usted. Porque nosotros estamos en contra de la corrupción. Venimos a crear un país distinto al de Menem y usted está demasiado contaminado de ese virus”. “No se preocupen”, dice Barrionuevo. “Si no les gustan esos principios, tengo otros.” Y la alianza se torna posible.

Cierto es que Perón y –sobre todo– Eva Perón solían citar a un espartano (Licurgo) que habría sido el primer justicialista de la historia (porque, decía Eva, les había dado la tierra a los pobres) y Licurgo, según parece, decía una frase incómoda para esto que llamamos el “factor Barrionuevo”. Licurgo decía: “Hay un solo delito infamante para el ciudadano: que en la lucha en que se deciden los destinos de Esparta él no esté en ninguno de los bandos o esté en los dos”. Esta era, para Perón, la más sabia de las leyes que Licurgo había entregado a Esparta. Sin embargo, la política fáctica (la que responde a los hechos y no a las leyes, que debieran existir y ser irrenunciables) se trama en base a la negación de la frase de Licurgo. La política fáctica consiste en permanecer siempre en disponibilidad para estar en cualquier bando. El político fáctico no tiene principios, tiene intereses. Y esos intereses siempre implican sumar para tener más. Se tiene más para tener poder. Se tiene poder para dominar a los otros. Se domina a los otros para hacer mejores negocios que ellos. Cuando se tiene el poder –esta aclaración es muy importante– los negocios no se hacen para, según el lenguaje popular, “tener guita”, se hacen para tener más poder. El poder y los grandes negocios son los componentes de un mismo rostro. El del político victorioso. Perón era un artista en el arte de esta sumatoria. No voy a analizar otra vez algo que ya he hecho muchas veces: el arte sumatorio del Perón del exilio. Sólo recordar su empirismo absoluto: “Las empresas”, decía, “se juzgan por sus éxitos, por sus resultados”. Es decir, si Barrionuevo nos da una provincia la empresa habrá sido exitosa.

Perón, como vemos, en una parte hablaba de Licurgo y en otra proponía la apoteosis del pragmatismo. Evita tenía otro lenguaje: “Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle” (Mi Mensaje). Se trata, aquí, cuando se habla del alma que se trajo de la calle, del juramento al que se ha prometido ser fiel para ganar la fe de quienes nos siguieron. Siempre un político llega al poder con un determinado bloque de principios, o, para resumirlos todos en uno, con un juramento. K tiene un matiz propio en esto. Llegó al poder a inventarse, dado que nadie conocía sus principios. Se lo votó contra Menem más que a favor de él. Pero K fue un político que supo inventarse, en poco tiempo de dio un rostro propio: derechos humanos, transparencia política, lucha contra la corrupción, enjuiciamiento de las cúpulas castrenses, negociación dura con los acreedores externos, desmenemización total de la política. Esto despertó muchas adhesiones y no era para menos. Los principios o el juramento fundacional de K se dio sobre la marcha. No se puede cambiar eso al precio de cambiar de aliados. Por decirlo claro: yo no puedo cambiar mi política y tener los mismos aliados, los que me siguieron por otras razones. Si ellos me siguieran igual yo debiera desconfiar, dado que son mercenarios que me siguen a cualquier precio. K enturbió sus principios originarios cuando le quitó la tropa a Duhalde. Y ahora (haya o no haya una foto mediante, algo que K es suficientemente hábil como para evitar) el “factor Barrionuevo” es la consagración del alacranismo.

Perón decía: “Tengo que llegar con todos. Si llego con los buenos no voy a llegar o voy a llegar con muy pocos”. ¡Qué poco glamour tiene la política cuando se la mira desde la ética, desde los principios que justifican el sacrificio, la fe, la entrega y hasta la vida! Acaso todo eso –toda la turbiedad de la política fáctica, todas sus impurezas morales– sea necesario. Aún más: acaso, a esta altura de los tiempos, la política no sea posible sin ellas. Pero así como Groucho Marx decía: “Nunca sería socio de un Club que me tuviera a mí como socio”. Algunos hoy habrán de decir: “Nunca seré socio de un Club que lo tenga a Barrionuevo como socio”. ¿Se ganó algo entonces? ¿O se perdió demasiado por incorporar a un sindicalista cuestionado? ¿A un hombre que estuvo y estará en todos los infinitos bandos en que Esparta pueda fragmentarse?

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