› Por Sandra Russo
Hay preguntas que, de tan obvias, desconciertan. Los periodistas tendríamos que tenerlo presente cuando entrevistamos a alguien. Esta semana fue el Día del Periodista y nosotros tuvimos que contestar o contestarnos algunas preguntas relacionadas con este oficio que no termina de convertirse en profesión. Una brecha se abre hoy en las redacciones, cuando decenas de pasantes de las universidades, provenientes de la carrera de Comunicación, conviven con viejos lobos del mar de las noticias, que ya tienen nombre y trayectoria, pero que empezaron a trabajar en esto por azar, por gusto, por casualidad, porque era inevitable, pero no porque se habían preparado para eso. La profesión, que antes era simple oficio, se aprendía como cualquier otro: de abajo, imitando a un maestro, tomando nota, aceptando todo lo que a uno le proponían, sumando horas de vuelo periodístico en horarios extraños, celebrando cada día la suerte de estar ya rodeado de ese ruido exquisito que eran, hace años, decenas de máquinas de escribir sonando juntas.
Hay muchas razones para ser periodista y muchas otras para no serlo. Lo del cuarto poder, que se lo guarden. Los periodistas son una cosa muy distinta que las empresas periodísticas. Pero entre los motivos por los que todavía, más de veinticinco años después de haberme empezado a ganar la vida de este modo, sigo eligiendo este oficio, está sin duda la posibilidad de haber ingresado a mundos raros, haber sido testigo.
El primer viaje que hice para Página/12 fue a Chile. Estaba todavía Pinochet. Supuestamente, iba a una conferencia de prensa clandestina de la cúpula del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), que por primera vez en ocho años se reuniría en Santiago.
Ellos esperaban a un hombre. Si no, no se explica que las instrucciones incluyeran que yo me apareciera en un restaurante chino con una revista El Gráfico abajo del brazo y que tuviera que esperar hasta que alguien me preguntara “¿Esta es la de esta semana?”. Yo debía responderle: “No, es la de la semana pasada”. Era ésa la contraseña que resultó bizarra, pero hicimos el contacto de ese modo con un hombre joven que me dijo que se llamaba Andrés y que, antes de despedirnos, me dio más instrucciones: tenía que volver al hotel en el que me alojaba caminando por calles de tránsito en sentido inverso, para impedir que un auto me siguiera; no podía visitar a nadie ni hablar por teléfono con nadie; tenía que volver a verlo al día siguiente en un bar. Lo vi, pero volvió a mandarme al hotel porque, dijo, las condiciones no estaban dadas. Yo empezaba a ponerme nerviosa y a querer volverme a casa. El Chile de Pinochet era agobiante.
Al tercer día, la cita era en Las Condes, en un restaurante lujoso. Me dijo que después de comer iríamos a la presunta conferencia, pero resultó que no era ninguna conferencia: iban a estar ellos cuatro y yo, nadie más. Y también me dijo que por seguridad iríamos a un lugar en el que tendría que pasar la noche. Pedimos la cena, pero yo tenía náuseas.
Pagó, salimos, caminamos una cuadra y nos subimos a una camioneta. Había más gente, pero no los vi. Andrés me tapó los ojos con la mano y me empujó delicadamente la cabeza hacia abajo. Escuchaban música. La camioneta iba bastante rápido. Pero en un momento se detuvo la música y también la camioneta, y ellos dejaron de hablar. Fueron segundos que duraron años. Después me contaron que el Frente Patriótico, otra organización armada, había puesto una bomba en un cuartel de carabineros cerca del que pasábamos y había un retén imprevisto, y ellos también tuvieron miedo.
Llegamos a una casa pobre de la que pude ver el piso de tierra de la entrada, con Andrés todavía tapándome los ojos. Ya en el comedor, Andrés resultó ser uno de ellos cuatro: los otros tres estaban esperándome con el fotógrafo del MIR: primero hicieron la foto, la clásica, la del pasamontañas y los fusiles. Yo quería volverme a casa, desesperadamente quería volverme a casa. No hice ninguna entrevista: no me salían las palabras. Les puse el grabador delante y les pedí que dijeran lo que quisieran. Hubo mucho más cotillón esa noche: me hicieron dormir en un cuarto separado del de ellos sólo por una cortina de tela. Para ir al baño pasaban por delante de mi cama. A duras penas pude creer lo que vi en un momento, ya relajada por el tranquilizante que me había tomado: uno de los cuatro, con el arma en la mano, en pijama, saludándome con la mano. Me tapé la cara con la sábana y me pregunté: “¿Qué hago yo acá?”.
A la mañana siguiente me sacaron en la camioneta y me dejaron en una estación de micros. Andrés no era Andrés: era Patricio. Lo volví a ver varias veces en Buenos Aires y, un par de años después, cuando fui a Santiago a cubrir las elecciones porque se iba Pinochet, me lo encontré en el aeropuerto. Era candidato a diputado.
Esta es una de las historias que con más claridad me quedaron grabadas en todos estos años de periodismo. Creo que porque fue allí, en esa casa pobre chilena, totalmente desbordada por los acontecimientos, que me pregunté por qué estaba allí y me contesté: porque soy periodista.
No fue una gran nota, ni siquiera fue buena. Pero la sobrecarga de adrenalina fue fuerte y me hizo advertir que podía soportarla. Después, con los años, fui chequeando: si en la calle hay griterío o se escucha algún disparo, y todo el mundo sale corriendo menos uno, es periodista. No se trata del simple gusto por el peligro, es otra cosa. Es una curiosidad malsana que nos lleva a tratar de ubicarnos en la primera fila para ver y escuchar mejor cualquier cosa que pase. Para después contarla.
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