Mar 20.06.2006

CONTRATAPA

Síndromes

› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

Síndrome de Alien Cada cuatro años lo mismo. La rareza de ser un argentino al que el fútbol nunca le interesó. Quizá porque nunca me regalaron una pelota cuando era chico, quizá porque nunca la pedí. Pero, ahora que lo pienso, el fútbol me interesa pero, pensarán casi todos, los motivos por los que me interesa no son interesantes. O comprensibles. Una cosa es ver fútbol y muy otra es contemplarlo. Una cosa es sentirlo y otra es pensarlo. Y está claro que, cuando se lo piensa, el fútbol se convierte en algo raro. Pienso, por ejemplo, que Riquelme se parece a Johnny Cash. Pienso también (esa extraña actitud corporal, esa velocidad refleja para salir corriendo hacia donde lo orienten, ese silencio que leí por ahí enerva a sus compañeritos porque “no abre la boca ni para pedir que le pasen las mollejas”, esa mirada un tanto flotante) que Messi es nuestro Forrest Gump. Pienso que Maradona sólo puede parecerse a Maradona (y pienso que, por cuestiones de salud mental e higiene existencial, está muy bien que empiece y acabe en sí mismo; porque alguien que, al ser interrogado por el futuro de Pekerman, responde “Si gana merece un monumento; si lo hace mal, le cortaremos la cabeza”, bueno...). Pienso en que el DT de EE.UU. parece salido de un episodio de Los Sopranos (aunque jamás haya visto esa serie). Pienso en que Australia juega al rugby con los pies. Pienso en Valdano que hoy cita a Napoleón (e intento adivinar cuál será la cita en el próximo reportaje que le hagan). Pienso en todo esto y mucho más con el televisor prendido, un partido en el aire, y yo en la tierra haciendo y pensando en cualquier otra cosa.

Sindrome de Freak Pienso en lo mucho que me gusta –lo útil que me resulta para concentrarme en el trabajo– oír fútbol televisivo. Siempre admiré la capacidad de visualizar de quienes oían fútbol por la radio (y siempre me imaginé las maravillas artísticas y científicas que podrían haber resultado de semejante poder de concentración aplicado a tareas más trascendentes); pero la verdad que no hay nada como escuchar videofútbol con la imagen reflejada en el cristal de un cuadro. Mi relator favorito en España es un delirante llamado, creo, Andrés Montes, quien suele puntuar su relato con exclamaciones tan graciosas como inescrutables del tipo “Ayer vi la agonía de una paloma” o “¡Melrose Place!” o “Freddy Krueger que estás en los cielos, envíale un saludo de parte mía a la niña de El exorcista”. Cosas así. Igual de perversa es la fascinación que me producen los análisis técnico-balísticos del balón Teamgeist –que no dobla pero ya doblará–, como si se tratara de un arma de destrucción masiva (amado por delanteros, odiado por arqueros que lo consideran “un misil escurridizo”). O las hipótesis sobre la bacteria Staphylococcus aureus subiendo por las ampollas en los pies de Ronaldo hasta alcanzar el cerebro o algo así. O lo mal y lo rápido que envejecen las imágenes de mundiales pasados (ese césped triste, esos uniformes que van del modelo presidiario a los pantaloncitos ajustados). O las supuestas estrategias zodiacales que, dicen, utiliza el técnico de Francia para formar su malhadado equipo. La culpa es mía, claro. Pero quién me quita lo pensado.

Síndrome de Extranjero Y escribo todo esto en Barcelona (ganó el estatuto por goleada aunque fue poca gente a la cancha) y en España (donde una “selección que no enamora” ahora seduce a todos después de haber ganado un solo partido). Y, claro, este casi desconocido fervor provoca análisis locales en cuanto a los posibles peligros de confundir selección con patria, deporte con demagogia. Algo que para los argentinos es tema viejo, conocido y padecido durante muchos inviernos y que para los españoles se presenta como inesperada sorpresa veraniega. Y es que la selección española, dicen, siempre ha estado maldita. El pasado domingo vi por televisión un interesante documental a este respecto titulado España: ¿el sueño inalcanzable?, donde se recapitulaban sus derrotas mundialistas. La más interesante para mí fue la de Argentina ’78 por, obvio, motivos estrictamente extradeportivos. Parece que entonces, durante su breve paso por nuestro país, el seleccionado español fue a dar a “la finca La Martona” (¿Sería la de Bioy? ¿Se las habrá alquilado carísima?) y el documental entrevistaba a varios sobrevivientes del desastre que se referían al episodio como si se tratara de su propio ¡Viven!: “Teníamos frío, había olor a agua estancada y nos hacían comer con las vacas”, rememoraba uno que, además, llevó un detallado diario de penurias que, de regreso en la Madre Patria, se convirtió en piedra de escándalo y pieza de coleccionista. Otro asunto que me interesa es el affaire Pernía, esa dualidad que hoy soporta con estoicismo y que, me cuentan, es motivo de discusión en los programas de televisión argentinos donde, inevitable, ya se aventuran finales Argentina/España en las que Pernía debería “jugarse”. Está claro que todo Mundial funciona, para muchos, como la posibilidad de ajustar cuentas con otros o de definirse con más firmeza a sí mismos. El cineasta y director español David Trueba escribía y recordaba en El País de este lunes el reciente episodio en que un inmigrante mató a otro en las calles de Madrid para robarle la camiseta de la selección española; y apuntaba “Este país nuestro tiene unos problemas de identidad que no se los arregla ni el mejor psicoanalista. Pasa con el fútbol. Desde hace años queremos ser argentinos o brasileños. Y se entiende. Pero los simulacros no funcionan. Si hasta los comentaristas o son argentinos o se fingen argentinos”. La cuestión es qué quieren ser los argentinos. La respuesta es complejamente sencilla: los argentinos quieren ser argentinos que no pierdan nunca.

Síndrome de Código Y ayer a la noche jugó España y ¿cómo siguió? Siguió muy bien. Yo lo oí contemplándolo de refilón mientras se me ocurrían cosas como una versión futbolera de novela de Dan Brown: lo expulsan a Judas por vendido y quedan once justitos para el partido secreto contra el Deportivo Quo Vadis, combinado de gladiadores romanos entrenados por un Espartaco rescatado del presidio de Lae Martonus (magna gesta de cuya historia tan sólo queda un manuscrito); pero entonces crucifican al director técnico por orden del mesiánico emperador Diegus Maximus y... Y es que no sólo jamás me regalaron una pelota. Tampoco me psicoanalicé nunca.

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