› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
PENAL UNO Mientras en algún laboratorio se persigue la vacuna para el sida y en algún otro la cura del cáncer, en el Instituto de Ciencias para el Movimiento Humano de Holanda –leo en un artículo de Javier Martín– se intenta desentrañar los misterios de algo que, pareciera, resulta mucho más apasionante para algunos: la alquimia secreta que rige la misteriosa e imprevisible conducta de los penales. Los holandeses organizaron dos grupos de lanzamientos: los “independientes” (que pateaban donde tenían pensado sin preocuparles la actitud del arquero) y los “dependientes” (que se fijaban en la conducta y movimientos del guardameta). Resultados: los independientes consiguieron un éxito al 100 por ciento mientras que los dependientes apenas la metieron el 50 por ciento de las veces. Mientras tanto, los cerebros de la John Moores University de Liverpool experimentaban con arqueros enseñándoles videos de lanzamientos filmados desde el punto de vista del dueño del arco deteniéndolos justo antes del impacto para que adivinen en qué dirección iría la pelota. El elemento clave, parece ser, no está en el pie sino en la posición de las caderas. Pero en la canadiense Columbia University, aseguran que, en el 80 por ciento de los casos, el pie de apoyo permite discernir la dirección del disparo. Lo que no le impide formular a los penalélogos de la Bath University de UK el teorema de que “un penal disparado a 20 metros por segundo tiene más posibilidades de ser gol que otro más suave”. Por su parte, psicólogos aseguran que lo más indicado durante la funesta tanda justiciera o ajusticiadora es que los más débiles pateen primero porque, si fallan, los consolará el hecho de que luego vendrán los implacables que –se sabe– nunca lo son. Y antes de volver a estudios centrales: el primer penal de la historia lo lanzó un tal John Heath en 1891, por más que Dan Brown asegure que fue Leonardo Da Vinci.
PENAL DOS Ninguno de los estudios anteriores parece haberle servido a Argentina o a Inglaterra. O tal vez sus DT no estén suscriptos a Muy Penalizante o a National Penalgraphic. Yo no lo estoy pero –en los últimos día– me he sumergido en los numerosos artículos futbolísticos firmados por escritores entre los que me permito destacar el de Juan Sasturain titulado “Ahora, a llorarle al banco”. Pero ni éste ni ningún otro me aclara lo que para mí resulta más apasionante: ¿por qué a tanto escritor le gusta tanto el fútbol? Quizá –por ley de opuestos– porque les permite olvidarse por un rato de la práctica de la literatura: individual, solipsista, por lo general poco redituable, casi sin público y, sobre todo, donde no se le puede echar la culpa a nadie. Esto no explica un misterio acaso más apasionante: ¿cómo es que –a diferencia de lo que ocurre con el baseball o el boxeo o el basket– la ficción no ha producido ninguna auténtica y grande y redonda ficción futbolística y sí tanto escritor que escribe no-ficciones sobre fútbol? Es decir: ¿dónde está ese clásico sobre un clásico? Aventuro hipótesis: el fútbol, en sí mismo, ya es ficción. El fútbol –queda demostrado en cada Mundial– no se rige por las leyes de la realidad y así, a medida que van pasando los días, todas esa ciencia exactísima postulada sacando pechito y agitando bandera se va por el desagüe de lo improbable que resultó ser cierto. Así, el para muchos acabado Zidane adquiere las proporciones de un personaje mitológico y el divino Ronaldinho es arrojado desde el Olimpo para ir a dar a una playita donde cualquier garoto de Ipanema hace más de lo que él hizo. Y así llegamos a uno de los momentos más apasionantes de este deporte: la tan poco deportiva actitud de –pateados los penales– salir a patear culpables.
PENAL TRES En España es igual. Los escritores (Javier Cercas, Ana María Roix, Gonzalo Suárez, Javier Marías, entre otros) escriben ahora cosas muy interesantes y muy literarias sobre fútbol mientras los dueños de marcas que salieron a patrocinar al seleccionado ibérico (como lo muestra una muy graciosa caricatura de Forges) salen ahora a la caza de cracks quebrados al grito/cantinela de “A por ellos, oé, oé” –traducción de nuestro siempre vigente “Lo vamo’ a reventá”– utilizado aquí para el jingle que apenas unas semanas atrás el auto-épico Raúl y los suyos grabaron con alegría de colegiales en recreo. Y, se sabe, pocas cosas más breves que un recreo.
PENAL CUATRO “El fútbol debería dar más que pensar”, se queja Marías. “El balón es redondo y rueda y, en consecuencia, es rigurosamente impredecible”, apunta Cercas. Ana María Moix cita palabras de Johan Cruyff: “El fútbol no tiene misterios: para ganar, en fútbol, hay que marcar gol. Si el peloto entra hay gol; si el peloto no entra, no hay gol”. Gonzalo Suárez describe algo aplicable a tantos otros: “El equipo español ha llegado a todos los Mundiales en busca de identidad y ha convertido el césped en campo de pruebas”. Todos son buenos artículos; pero lo que a mí me interesa no está en los razonamientos sobre el fútbol sino en todo aquello que está más cerca de las incertidumbres de “lo otro”, lo que, seguro, daría para una buena novela que yo no pienso escribir pero que leería con gusto: esas fotos de un Leo “Forrest Gump” Messi sentado en el banquillo de los postergados, la historia de ese magnate ruso que hoy por hoy es casi dueño de la Selección Argentina (¡una de sus condiciones es la de dormir en la habitación del seleccionador!), las alucinaciones dialécticas de Maradona o el poder estilo X-Men de Riquelme que lentifica todo lo que sucede a su alrededor. Pero si hay algo verdaderamente apasionante para un escritor al que no le interesa el fútbol
PENAL CINCO “es el modo en que el pasaje de los Mundiales –que son ríos que fluyen sobre sí mismos– funciona como hipnótico-amnésico que permite sin dificultad negar, desdecirse, olvidarse de lo que uno remachó como verdad intocable, mirar para otro lado, irse silbando bajito, convencerse de que lo que ocurre en los penales es obra del Pie de Dios. Y, claro, ahora lo entiendo: es por eso que no hay grandes novelas sobre el fútbol. Porque Anna Karenina jamás duda al arrojarse a las vías del tren y Jay Gatsby nunca deja de mirar esa luz verde desde su muelle y Emma Bovary se sube sin pensarlo a ese carruaje y Emilio Gauna no deja de internarse en los Bosques de Palermo cuchillito en mano. Y es que los grandes personajes de la literatura –tal vez porque sufren mejor, porque sus derrotas son victorias– resultan mucho mejores perdedores que futbolistas y futboleros. Y, seguro, serían muchísimo mejores pateando o atajando penales.
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