› Por Osvaldo Bayer
Desde Alemania
Así tiene que ser el fútbol. Alemania-Italia fue un partido en el que se jugó todo, y bien. Mereció ganar Italia porque supo ponerle el punto final. Los alemanes jugaron muy bien, pero les faltó la sal y pimienta necesarias que tuvieron los de la península. Lo reconocieron los propios alemanes, desde Beckenbauer hasta Klinsmann, pasando por los mismos jugadores. De igual a igual, pero los italianos pusieron la viveza que hay que tener para ganar un partido como éstos, donde Alemania se jugaba el todo por el todo, por ser la sede del campeonato. Aquello de ser locales. La responsabilidad.
Sí, hubo lágrimas. Lo que se perdió fue mucho. Pero, para las típicas depresiones alemanas, las cervecerías van a permanecer abiertas toda la noche y se anunció que el servicio de abastecimiento del líquido espumoso se mantendrá hasta las 6 de la mañana de hoy. Se brindará por Jens Lehmann, el verdadero héroe del partido, el arquero teutón. El mejor jugador en los 118 primeros minutos del partido. En los dos últimos, dos goles. Para escribir un romance: “El diestro derrotado en los dos últimos minutos”. El, que seguro se hubiera lucido con estampa de héroe de llegar a los penales, como con Argentina. No pudo ser, pero aplausos para él.
Con los goles italianos se acabó una guerra no hablada, la acostumbrada polémica entre los “spaghetti” –como los germanos titulan a los italianos– y los “panzer” o “los SS”, como los italianos han bautizado a los alemanes. A esto último los alemanes contestan: “Sí, ahora resulta que los italianos fueron todos partisanos contra Mussolini”. Viejas heridas que surgen en oportunidades como éstas, cuando se quiere rebajar la moral del adversario futbolístico.
Los alemanes no les perdonaron a sus rivales de anoche que las autoridades del fútbol italiano hayan enviado las pruebas de que el jugador alemán Frings le pegó un puñetazo al jugador argentino Cruz. Nadie se había dado cuenta, pero los italianos sí. “Alcahuetes”, murmuraron los alemanes. Porque, por esa prueba, Frings fue suspendido y no pudo jugar ayer.
Pero todo eso sirvió para preparar el ambiente y todo se olvidó cuando empezó el partido. Allí lo que valía era ya quién le ponía el cascabel a la redonda para que golpeara la red. Y lo consiguieron los italianos. Aquí no hubo árbitro mafioso o puntapiés arteros. Aunque no hubo finezas, se jugó al fútbol.
Pocas veces se vio tanto público movilizado. Pocas veces se comercializó tanto en productos de consumo afines a la pelota y sus colores en las camisetas. Y metieron el otro consumo por la televisión y los carteles públicos. Una sociedad que busca desprenderse de su otra realidad mundial, aquella del hambre y una violencia cada vez más explosiva.
Un tema para la interminable discusión. El fútbol: ¿opio para los pueblos o infantilismo inocente y bienvenido, o mero circo romano, o placer de ver volar palomas todavía, de gritar, reír, y hasta llorar –como ayer, vencedores y vencidos en Dortmund– o nada más que ganar tiempo en la infinita preocupación de futuros que no adivinamos? ¿Miedo de ser protagonistas? ¿Sólo ser los espectadores de siempre?
En fin, una fiesta popular, con protagonistas diestros, con bufones, con artífices desconfiables, pero todo con entusiasmo, cánticos, movimientos, una comunidad que le gusta verse y hasta pintarse las caras. Los italianos estarán bailando en la calle; los alemanes, buscando consuelo en el silencio de los razonamientos de por qué justamente a ellos. Aunque todos tendrán hoy que levantarse temprano a trabajar o a solicitar trabajo. Pero, eso sí, la ilusión siempre como futuro.
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