Dom 09.07.2006

CONTRATAPA

De la independencia

› Por José Pablo Feinmann

Cuando se declara la “independencia” se está declarando una autonomía política de España hacía ya tiempo ejercida. No importa esto. Importará más saber, como sabemos, que quien declaró esa independencia fue un hombre culto llamado Narciso Laprida que habría de morir a manos de bárbaros, dando cuerpo a una de las imágenes más espesas de este país. ¿Qué clase de país se estaba formando? ¿Quiénes eran el país? ¿Los que habían declarado esa independencia o los llamados bárbaros que guerreaban por no ser barridos por los independientes? La muerte de Laprida a manos de los montoneros de Aldao plantea de modo casi insolente el drama del país. ¿Con quiénes se hace un país? ¿Con todos? ¿Con los cultos que proclaman la libertad en tanto la niegan? ¿Con los bárbaros, con los negados, con los oscuros ignorantes que nada saben de latines ni de declaraciones solemnes sobre la libertad pero son, en sí, en tanto masa, en tanto población y densidad humana aquellos a quienes toda libertad debe incluir al costo de negarse, de no serlo? Se sabe (o no): Borges escribió un poema sobre Laprida y esa muerte suya a manos de los gauchos enbravecidos de Aldao. Cuando Laprida siente, en su garganta, el “íntimo puñal” comprende que se ha encontrado con su destino sudamericano.

Esa totalización del poema de Borges es la que raramente se dio en nuestra historia. Ignorantes desastrados y cultos de frac, de levita o de Armani se han disputado el país. Siempre gobernaron los de levita o Armani. Los otros arañaron algo. Metieron miedo. Y siempre que metieron miedo les fue peor. Cuanto más miedo metieron más les tiraron a matar. Los cultos tienen socios letales que controlan a los brutos, que los mantienen a distancia, donde deben, según ellos, estar. La independencia que se declara en 1816 es la del poder español. No es la independencia de la patria, es la independencia de la patria del poder español. Al ser el capitalismo un sistema globalizador por esencia, por definición, por ser lo que absolutamente es, es decir, y perdón por la insistencia, un sistema globalizador que se extiende constantemente en busca de nuevos mercados para ubicar sus mercancías y conseguir materias primas y mano de obra barata, todo gesto independentista debe plantearse su relación con esa globalización. ¿Saldrá de ella, permanecerá? Dentro de la globalización capitalista hay, siempre, matices. En el año 1816 era algo más que un matiz globalizarse con Inglaterra o globalizarse con España. Los ibéricos eran un poder decadente, el patio trasero de Europa. Se declara, entonces, la independencia de las relaciones de sumisión política y comercial con una geografía –España– que las clases dirigentes de la Argentina desdeñaban. Se declara la independencia de España para poder comerciar libremente con Inglaterra, para tener con ella tratados de comercio y para soñar con eso que todavía se llama el tren de la historia.

La concepción que los sectores dirigentes tuvieron siempre de la historia universal –por decirlo algo sonoramente– fue lineal. La historia es algo que avanza. Ese avance se llama Progreso, palabra que para decir lo que debe decir tiene que ser escrita con mayúsculas. El Progreso, en cierto momento, lo encarnó España. Pero, en el siglo XIX, el siglo de la máquina de vapor, del ferrocarril, del telégrafo, de las nuevas armas, lo encarna Inglaterra. Además, es cierto. La nueva cara de la globalización debía ser ésa. El siglo XIX fue un siglo esperanzado. Y a ese siglo se ata la independencia de la Argentina. Queremos ser independientes para entrar en la corriente incontenible de la esperanza. Eso se dijeron.

Las campañas de San Martín eran necesarias pero estaban históricamente resueltas: España debía perder esa guerra. Más tarde o más tempraño, eso debía ser así. Lo que debió ser de otro modo y no lo fue, fue lo que siguió a esas campañas. Derrotado el invasor español, el poder latinoamericano, para ser verdaderamente independiente, debió reunir sus fuerzas y realizar la unión del continente. No para aislarse. Sino para entrar con más poder en la relación globalizado a que Inglaterra proponía. La nueva batalla, que era diplomática, que era de pura estrategia política, era la que sucedía a las victorias militares de San Martín y Bolívar. Este último, sobre todo, intuyó bastante de la cuestión: no vamos a ser libres por sacarnos de encima a estos españoles que son la mismísima cara del atraso histórico. Eso había que hacerlo –como diría Corto, el amigo del Sargento Kirk– para despiojarse. El problema era el que ahora venía. ¿Libres, independientes para qué? No bien las ex colonias españolas de América están libres, Inglaterra (que fomentó y apoyó todas las rebeliones del sur) les propone el pacto neocolonial: ustedes compran nuestras mercancías, nosotros compramos sus materias primas. País azucarero, azucarero seguirá. País tabacalero, tabacalero seguirá. País de ganados y mieses, de ganados y mieses vivirá. Lo importante es que ustedes –además de no unirse y formar un mercado interno– no elaboren productos con valor agregado. Los ingleses conocían la ley del valor antes que Marx, al menos en sus aspectos esenciales. Sabían que un producto vale tanto como el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlo. Una mesa siempre valdrá más que una madera. Una mesa es una mercancía. Una madera no, es un producto primario. No tiene valor agregado. La mesa, sí. Por consiguiente, al reservarse Inglaterra el decisivo papel de taller del mundo, que no es sino meramente el de agregarle valor a los productos primarios, siempre prevaleció en el intercambio con los países libres que declararon su independencia de España. Esto marcó la desigualdad. América latina debió unirse, crear un mercado interno poderoso y añadirle valor al valor de la producción primaria. En suma, industrializarse. Pero nuestras oligarquías fueron muy holgazanas, perezosas. Vivieron de la abundancia fácil. Hasta, tardíamente en el siglo, José Hernández llegó a decir que era falso que los pueblos debían transitar de la etapa pastoril a la etapa industrial. Que tanto valía un vellón de oveja como una máquina de coser o una locomotora. Que Inglaterra era nuestra colonia fabril. Y nosotros su colonia agrícola.

Así, entre el goce, la abundancia y el despilfarro, nuestra oligarquía hizo el país cuya independencia (de la atrasada España) proclamó. Hizo una hermosa ciudad, en la que paseaba imaginando deambular por París. Y realizó algunas tentativas industrialistas: industralizó el agro siempre que pudo hacerlo. Ser independiente no es aislarse. Ser independiente no es no ser dependiente. Se puede ser dependiente, o, mejor aún, interdependiente. Pero no en los resortes básicos que rigen la soberanía de un país. De lo poco que de eso quedó nada quedó luego de la década del noventa. Fue una década grosera. No hubo siquiera pudor alguno en el enriquecimiento fraudulento del populismo peronista y los sectores terratenientes y bancarios que se le asociaron y le entregaron el libreto (eso que Alsogaray, uno de sus autores, llamaba la “reforma Menem”) y que hoy se rasgan las vestiduras por el populismo “absolutista” del actual gobierno. Son y han sido los negadores de la independencia, los violadores de la democracia, pues siempre gobernaron detrás de la espada y sólo lograron hacerlo con los votos cuando los votos aceptó dárselos el peronismo. Ahora, que un sector del peronismo los horroriza acercándose a Chávez y planeando el Mercosur, dialogan con los escorpiones justicialistas o con los técnicos también justicialistas como Lavagna, y elaboran la teoría del absolutismo presidencial (que no carece de verosimilitud, aunque es infinitamente más escasa que la que el protogolpismo impulsa) y buscan minar la legitimidad del gobierno para golpear en el momento adecuado. Entre tanto, el Gobierno se siente seguro con el 80% que le dan las encuestas, pero cuando la furia (porque es furia y es el viejo odio) salga de las abundosas disquisiciones de algún dinosaurio de alguna universidad católica cuyas líneas se ilustran con un pingüino vestido con las galas de Luis XIV, y ganen centros de agresión que vayan más allá de los medios (en Venezuela, por ejemplo, ya se vio un zarpazo tramado desde los medios de la derecha), habrá que defenderse con otra cosa que con encuestas. Si K insiste con Chávez y Evo muy pronto la embajada norteamericana hablará con los altisonantes republicanos de hoy, que andan por doquier. Ahí habrá que recordar algo que Sartre les dijo a los estructuralistas en 1968: “Las estructuras no salen a la calle”. Las encuestas tampoco.

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