Lun 17.07.2006

CONTRATAPA

Las madres que somos

› Por Sandra Russo

Nuestras madres nos hacían el Toddy. Y nos untaban las tostadas con mucha mermelada para que almacenáramos energía. Esa parte era encantadora, pero también es cierto que cuando los platos ya estaban lavados, las camas hechas, el marido y los hijos alimentados, ellas rumiaban su insatisfacción por los rincones, y algo se les iba incrustando en el rictus a medida que envejecían. Fueron ellas, si mal no recuerdo, las que más énfasis pusieron en que estudiáramos. Tener una carrera era la utopía de aquellas amas de casa atornilladas al televisor y viviendo aventuras delegadas en las actrices que se salían precisamente de madre cuando el flechazo las unía inevitablemente a un pobre, a un rico, a un hombre que no era el indicado. Ellas vivieron la vida indicada, encerradas y abnegadas, pero no nos inculcaron la abnegación, la cualidad que durante siglos fue la virtud por excelencia de la buena mujer.

Las que somos jefas de hogar no tenemos alternativa y nuestros hijos lo saben. No salimos a la calle de la mañana a la noche para cumplir un sueño, ni para tomarnos revancha de nada, ni para realizarnos, como torpemente se describía en el pasado a la coherencia entre pensamiento y acto. En el mundo masculino, a eso se le llama tener suerte: hacer encajar lo útil con lo agradable, vivir vocacionalmente, disfrutar del trabajo y la familia. En el mundo femenino, la presunta “realización” implicaba hacer de una misma una obra distinta de lo esperable, “realizarse” era incorporar las fantasías a la trama esquiva de la realidad, que sólo nos tenía reservados, en el mejor de los casos, un par de buenos partidos para elegir el que más nos gustara.

Nuestros hijos crecieron con madres apuradas que no memorizan el nombre de la profesora de matemáticas. No les cosimos a mano sus disfraces de damas antiguas ni de tamborcitos de Tacuarí, no los esperamos a la vuelta del colegio con bizcochuelos humeantes, ni cumplimos tan rigurosamente como era esperable con el tratamiento odontológico de flúor. Nos ven ir al gimnasio y comprarnos lencería de encaje y de alguna manera vaga pero contundente saben que, además de ser sus madres, somos mujeres ávidas que no quieren perderse su porción de fiesta. Somos deseantes. Y no lo toleran.

Los chicos ahora reclaman un poco de aquella abnegación de la que fuimos tristes testigos. Nosotras hubiésemos mandado a nuestras propias madres a trabajar, a perderse en el mundo, a desentenderse un rato de nosotras, a gestionar sus ideas y sus sueños, a encariñarse con ellas mismas para evitarles aquel rictus, ese enojo de quien no sabe a quién culpar por su abulia y por la pobreza del paisaje que se ve desde la única ventana disponible.

Los chicos ahora nos tiran de la soga para que volvamos temprano y la cena esté lista, y no haya delivery y sí un flan casero, de tanto en tanto.

Reclaman presencia, reclaman atención, reclaman calor de hogar y milanesas crocantes, acaso para poder evocarnos a través de olores y sabores, y no a través de simples paseos por el shopping o llamadas al celular para que sepan que estamos pendientes de ellos, aunque estemos tironeadas y en plena reunión importantísima.

Y una no sabe cómo fue que los equilibrios se fueron al demonio, y nuestras vidas no sólo son muy diferentes de las de nuestras madres sino, casi podría decirse, su contracara. Los adolescentes son expertos en reproches, son escultores de reproches, los perfeccionan, los afilan, los elevan a la categoría de manifiestos. Hoy nos están pidiendo que aflojemos el ritmo y les sigamos contando cuentos, como cuando eran chicos. Quieren que estemos disponibles para contarles que mamá los ama, que mamá los mima, aunque su agenda de esta semana esté muy complicada, aunque lleguemos a casa demasiado reventadas como para ayudarlos con las tareas. Estos chicos son chicos que nunca sintieron sobre sus espaldas el peso de un interés único, aplastante, exclusivo: nos vieron insomnes al lado de sus camas cuando tenían mucha fiebre, pero también nos vieron vestirnos, maquillarnos, darles un beso y avisarles que los llamaríamos cada dos horas, desde el trabajo. Esa angustia finita y filosa que sentimos las madres trabajadoras cuando nos tironean el afuera y el adentro, no les alcanza, no la saben, la ignoran.

¿Cómo tramitarán, en sus propias vidas, estos reproches que nos hacen? ¿Qué harán con lo que dicen que les falta? ¿Buscarán la manera de ser madres pendientes de la hora de la merienda, o llegará el momento en el que comprenderán que la maternidad nos ilumina el camino, pero el camino no termina en ella?

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