Mié 19.07.2006

CONTRATAPA

Estar en pelota

› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Mientras yo escribo esto, varios especialistas internacionales en la lectura de labios intentan, todavía, dilucidar qué fue lo que finalmente le dijo el tal Materazzi a Zidane. ¿Todos sobre su madre? ¿Insulto del tipo geopolítico con alusiones dramáticas a la preocupante situación que vivimos? ¿Código milenarista y sagrado que provocará una seguidilla de asesinatos entre órdenes religiosas y criptoanalistas de renombre internacional? Sea lo que fuere –y a la espera del decisivo careo entre El Carnicero y Zizou–, lo cierto es que todo esto no es ya otra cosa que la resaca de la fiesta de un deporte que se me hace cada vez más raro y acerca del cual espero no volver a escribir hasta dentro de unos cuatro años. Mientras tanto y hasta entonces, hay gente que lo hace muchísimo mejor que yo y con tanta más autoridad. Gente que ve en el fútbol cosas que yo no veo y –seguro– Materazzi y Zidane tampoco.

DOS Gente como el mexicano Juan Villoro, por ejemplo. Villoro volvió a Barcelona por unos días –directamente desde la final en Berlín, donde ejerció por un rato como comentarista deportivo para el canal Televisa– para presentar su tractat futbolístico Dios es redondo (Anagrama). Un libro de crónicas donde se ocupa del deporte en cuestión y donde se leen cosas como “Las multitudes llenan los estadios ilusionadas por algo que no sólo pasa en la cancha. Gracias al graderío, un partido se carga de supersticiones, anhelos, deseos de venganza, complejos mayúsculos, intrincadas leyendas. El fútbol ocurre en la intrincada conciencia de los espectadores. La crónica vincula ambos territorios” y, pocas páginas después, cosas como “En sus peores momentos, el fan de fútbol es un idiota con la boca abierta ante un sandwich y la cabeza llena de datos inservibles. Es obvio que la Ilustración no ocurrió para idolatrar héroes cuyas estampas aparecen en paquetes de galletas ni para aceptar el nirvana que suspende el juicio y la mordida. La verdad, cuesta trabajo asociar a estos aficionados con los rigores del planeta postindustrial. Pero están ahí y no hay forma de cambiarlos por estos”. Y cómo explica Villoro esta aparente contradicción de ánimos, esta aberración mental donde conviven dentro de una misma cabeza el pensador hiperactivo de posibles tramas e incontables variaciones con “el zombie subyugado sin capacidad de reacción ante la lógica”. La explicación a la convivencia de ambos estados del estadio mental del apasionado esférico la ofrece Villoro en un largo párrafo que me parece pertinente reproducir aquí: “Walter Benjamin recordaba que los niños no definen a los adultos por su poder ‘sino por su incapacidad para la magia’; han perdido el contacto con la región primera de los prodigios posibles. Al respecto, conviene recordar el lema de los hermanos Grimm: ‘Entonces, cuando desear todavía era útil...’. Los cuentos infantiles son instrumentos del regreso, hacia la época en que los deseos pueden concederse. En perpetuo estado de infancia, el aficionado de fútbol busca capacidad para la magia. Aunque contemple un encuentro lastrado por el dopaje, el mercadeo y las impresentables bajezas de los ultras, puede encontrar ahí la playa desconocida donde alguien domina un balón por el gusto de hacerlo”.

Leo esto y ahora entiendo, ahora lo entiendo: caído en desgracia, semidiós que se dejó arrastrar por su parte más humana, gladiador que se inmola en el fuego de su propia gloria, variable de El extranjero de Camus para quien la mamá no se toca y mucho menos se le hace una falta, Zinedine Zidane no les pidió disculpas por su cabezazo a los hinchas de fútbol sino, recuerden, “a todos los niños del mundo”. Lo que, según Villoro, es más o menos exactamente lo mismo.

TRES Otro escritor furbolizado y futbolizante, el español Gonzalo Suárez, escribía el otro día que –desde un punto de vista mediático-pedagógico– “el asunto Zidane es una nimiedad sacada de quicio, fácil de entender y de perdonar sin rasgarse las vestiduras. Lo que es difícil de explicar a los niños son las imágenes del horror cotidiano en nuestros televisores”. Y tiene razón. A Villoro, por ejemplo, le costó explicarle a su pequeña hija por qué decían cosas tan terribles del candidato a la presidencia López Obrador las publicidades televisivas (enseguida retiradas por ser consideradas juego sucio) de su rival Calderón. La explicación, supongo, sería la misma que Villoro ofrece para que entendamos la inexplicable pero lógica seducción de un deporte: la política, como el fútbol, es otro estado infantil de la mente. Otro alto parcial del tiempo y de la realidad. Si, como escribe Villoro, “todo juego entraña una suspensión del flujo habitual de la vida; bajo los ardientes reflectores, las canchas obedecen a reglas y propósitos artificiales”; entonces la política –con sus fouls, penales, replays, arbitrajes injustos o imperfectos y zonas de sombra bajo la luz del sol– es la sublimación absoluta de esta condición. Con el agravante –más allá de que la FIFA tenga más agremiados que la ONU– de no tener un estadio que la contenga y de que los períodos presidenciales duren mucho más de 90 minutos.

CUATRO Y la política y los políticos han dado, al menos, grandes ficciones; mientras que el fútbol, inexplicablemente –no es la primera vez que lo comento aquí–, no ha resultado en ninguna gran novela continental, habiendo tantos escritores latinoamericanos adictos a la hierba del campo de juego. Villoro lo justifica así: “Siempre será mucho más interesante el partido que la metáfora del partido. El fútbol ya está narrado de antemano por el hincha, por el especialista, por el fan. Cada uno se hace su propia novela y no necesita que se la cuenten y se la escriban. De ahí que haya mucha crónica y mucho periodismo y mucho nonfiction sobre el fútbol y tantos grandes relatores: porque lo que en realidad interesa es que se cuente lo que está sucediendo o lo que sucedió y no lo que podría llegar a suceder”.

Lo que, pienso, plantea una interesante contradicción: el fútbol como pasaporte de regreso a una infancia a la que no le interesa que le cuenten el cuento sino, en todo caso, protagonizarlo, ser parte, pertenecer. Así explica Villoro que este último Mundial haya sido aburrido en el campo pero insuperable en las tribunas. Ahí, todos disfrazados, saltando, cantando más allá de cabezazos y corrupciones y supuestos códigos éticos internos y mafiosos y de ese puñado de millonarios corriendo ahí abajo. Ahí, arriba, están todos felices, mágicos, como si acabaran de concederles un deseo.

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