› Por Juan Sasturain
Se podría titular “un fascista menos” pero siempre resulta un poco fuerte arrancar una necrológica con una afirmación así. Sin embargo, la muerte de Frank Morrison Spillane –alias Mickey Spillane a la hora de firmar sus libros– se merecería por lo menos algo así. A él mismo, un hombre excesivo que no se privó de calificar y descalificar sin asco, de palabra y obra, a los perversos elegidos de su entorno para condenar, el epíteto muchas veces reiterado no le extrañaría. E incluso es posible ir más lejos, pues uno no puede dejar de murmurar por lo bajo “qué hijo de puta” –y no precisamente en señal de admiración, como solemos los argentinos– cuando lee algunos (muchos) tramos de sus novelas. Violencia sádica, sexo machista, anticomunismo furioso. El hombre no se privó de nada.
Así, en el famoso final de I, the Jury (“Yo, el jurado”), su primera novela de 1947, el emblemático Mike Hammer –que como Marlowe o Archer cuenta con su propia voz– explica cómo mata a la desnuda rubia Charlotte, esposa y asesina de su amigo Jack, que se le acaba de ofrecer en infructuoso y desesperado strip tease: “El rugir de mi 45 hizo temblar el cuarto. Charlotte retrocedió un paso. En sus ojos danzaba una sinfonía de incredulidad, testigo de la verdad que aún no se convence. Despacio, bajó la vista para mirar la fea hinchazón de su barriga desnuda, el sitio en que la bala había penetrado. Un hilo de sangre brotaba de la herida... Cuando la oí caer, me volví. Los ojos reflejaban ahora un gran dolor, el dolor que es anticipo de la muerte. Dolor e incomprensión. ‘¿Cómo pudiste?’, preguntó jadeando. Tuve que apurar mi respuesta, porque corría el riesgo de contestarle a un cadáver. ‘Fue muy fácil’ dije”. Final, telón rápido. Qué animal.
Spillane, un fecundo narrador que se jactaba de su rapidez y seguridad a la hora de teclear –terminó esta Yo, el jurado según la leyenda en nueve días– y que había escrito y descrito muchas muertes violentas de todo tipo y calidad en la docena de novelas de Mike Hammer y en el puñado que le dedicó al menos famoso y más jodido aún Tiger Mann, acaba de morir despacio, de cáncer de páncreas, viejo y en la cama, a los 88 años, en su residencia de Murrels Inlet, un poblado costero de Carolina del Sur.
Supongo, no sé, que no tendría problemas económicos. Recuerdo haber leído que cuando a mediados de los sesenta se hizo la lista de los veinte libros más vendidos en Estados Unidos en las décadas anteriores, había entre ellos media docena de Hammer/Spillane. Y se calcula que vendió cerca de 150 millones de ejemplares de sus diferentes títulos... Es un número. Otra vez: qué animal.
Spillane había nacido en Brooklyn en 1918 y se crió en Nueva Jersey leyendo comics y pulp fiction. Después escribiría largamente para ellos: fue, con algo más de veinte años, uno de los guionistas originales de dos superhéroes, el clásico Capitán Marvel y el desaforado Capitán América, aquel que Jack Kirby vistió con los colores de la bandera... Trabajó en el circo, entre el trapecio y la red, y durante la guerra fue instructor en la Fuerzas Armadas. Dicen que del fracaso o del rechazo de un personaje de comic, Mike Danger, salió el protagonista y la novela que en la inmediata posguerra le dio rápida fama y mucho dinero. Tras I, the Jury (1947), publicó, sucesivamente, otras cinco aventuras de Mike Hammer: My gun is quick (“Mi revólver es rápido”) y Vengeance in mine (“La venganza es mía”) en 1950; The Big Kill (“La gran matanza”) en 1951 y One lonely Night (“Una noche solitaria”) y Kiss me, deadly (“Bésame, moribunda”) en 1952. Ahí hizo una pausa para contar guita y se hizo Testigo de Jehová. Volvería recién una década después.
Es alevosamente reveladora la coincidencia entre la producción de Spillane con su Martillo golpeador de delincuentes perversos y comunistas asesinos y conspiradores, con los años de apogeo del más desaforado macartismo: el del senador McCarthy mismo, claro. Así como el protestón Pete Seeger cantaría en su momento lo que haría por la justicia y la igualdad “Si tuviera un martillo”, Spillane usó su Hammer para remachar (por afuera y más allá de la ley) a los enemigos “de la sociedad” y de la “democracia americana”. Grotesco antecedente, con menos glamour y sutileza, que el tardío Dirty Harry de Siegel-Eastwood, Hammer pasó por el cine en tres versiones durante los cincuenta. Robert Aldrich, con Ralph Meeker de Hammer, hizo la excelente –y manipulada a espaldas de Spillane– Kiss me, deadly en 1956, mal titulada Bésame mortalmente, comiéndose la coma... Y el personaje conoció dos versiones en la tele. La mejor, la de Darren McDavin en blanco y negro del ’57/’59, que tenía humor; y la del inglés Stacey Keach, con bigotes y en los ochenta, que era un anacronismo, una joda ya.
Las novelas de Spillane no se han reeditado en la Argentina. Las versiones de la segunda mitad de los cincuenta, las que leímos a escondidas en las míticas Pandora y Cobalto, tenían el encanto de lo prohibido, un erotismo perverso y una violencia salvaje que las tapas del pudoroso Tauler no se atrevían a mostrar.
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