› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO La cita pertenece a Cesare Pavese, pero yo la leí por primera vez en una novela de Ian McEwan titulada El placer del viajero y cada tanto voy y busco ese libro no para leerlo otra vez sino para reencontrarme con su epígrafe que dice así: “Los viajes son una brutalidad. Lo obligan a uno a confiar en extraños y a perder de vista toda la comodidad familiar de la casa y de los amigos. Se está en continuo desequilibrio. Nada le pertenece a uno salvo las cosas esenciales: el aire, el descanso, el sueño, el mar, el cielo, y todo tiende hacia lo eterno o a lo que imaginamos de la eternidad”. Queda claro que Pavese se refiere aquí a los horrores metafísicos del viaje ya en proceso, del viaje viajando. Pero hay algo a lo que Pavese –por desconocimiento, por piedad o quizá porque todo tiempo pasado sí fue mejor en algunas cosas– no se refiere. Y eso que omite Pavese –o acerca de lo que prefiere guardar el más piadoso de los silencios– es el momento terrible en que el viaje se inicia, la indefensión de confiarse a lo poco confiable, esa ruleta rusa internacional, en esa dimensión crepuscular. Un lugar que está en todas partes y en ninguna donde rige la Ley de Murphy y –entre tanto altavoz y pantalla– alguien debería haber guardado un lugarcito para poner un cartel con aquello que leyó otro italiano viajero a las puertas del infierno. Eso de Abandonad toda esperanza y dirigíos al mostrador de reclamaciones.
DOS Hubo un tiempo –yo me acuerdo, yo estuve allí– en que los aeropuertos eran un trámite corto, un breve limbo, un sitio de pura expectativa, los dos puntos antes del acto en cuestión. Ya no. Los aeropuertos –la llegada o la salida, el check-in, la espera rezando porque sean nuestras maletas las que aparezcan girando en esa sádica cinta-loop y las de otro las que se hayan volatilizado hacia otra dimensión del espacio-tiempo– son ahora terremotos quietos, catedrales del espanto. Ahora en el aeropuerto –sitios alguna vez inocurrentes– suceden cosas todo el tiempo y, por lo general, cosas espantosas.
Lo que me lleva a lo sucedido el pasado viernes –cuando comenzó algo cuya onda expansiva aún se siente y se padece– en el aeropuerto de El Prat de Barcelona. Y digámoslo así: lo mismo que experimenta Frodo cuando oye el nombre de Saurón es lo mismo que siente cualquier persona de bien cuando oye la palabra “Iberia”. Iberia –para los que no lo saben– es una compañía aérea que tiene como uno de sus slogans la frase: “Nuestro objetivo es la puntualidad”. La frase, claro, omite el pequeño detalle de que, hasta ahora, es un objetivo no conseguido. Iberia es también esa compañía que ha logrado aniquilar aquel lugar común de la azafata como ente erótico para erigir en su sitio el de la azafata como carcelera en película de prisiones femeninas o enfermera de psiquiátrico de malos modales. Iberia suele estar también sujeta a sorpresivas huelgas de su personal aéreo y terrestre por lo que acostumbra ocupar seguido segmentos importantes de noticieros españoles donde, siempre, se recogen testimonios de pasajeros (por algún extraño motivo siempre hay algún argentino/a exageradamente argentina/o) no al borde de un ataque de nervios sino en el fondo del acantilado de un ataque de nervios. Esta constante alcanzó vértigo e intensidad operística el pasado fin de semana cuando unos 200 trabajadores terráqueos de la aerolínea tomaron por asalto las pistas del aeropuerto, se sentaron en ellas e impidieron el aterrizaje y salida de toda aeronave afectando a 500 vuelos y cien mil pasajeros justo el día en que arrancaban las vacaciones. Los operarios protestaban contra la adjudicación a otra empresa del servicio que hasta ahora era de Iberia o algo así y, frente a los micrófonos, argumentaban, decididamente ibéricos, que entendían las complicaciones que todo esto traía a los viajeros pero qué eran dos o tres días perdidos de las vacaciones si se los compara a la pérdida del puesto laboral de toda una vida. Lo que suena romántico y épico pero introduce un dato perturbador: hasta ahora, el pasajero tenía que hacerse cargo de retrasos y extravíos por cuestiones o torpezas “de rutina”. Ahora, parece, también tendrá que asumir los problemas entre patronal, empleados, el ente regularizador del aire español. Y dentro de poco, seguro, como en aquellas películas de los ’70, ocuparse del aterrizaje de la nave, no porque el piloto se haya intoxicado con pollo o pescado, sino porque el piloto ha decidido declararse en huelga a miles de kilómetros de altura así que arréglenselas como puedan y diríjase al mostrador de reclamaciones pero ahora cállese la boquita y ajústese el cinturón.
TRES Varios días después de postales de pasajeros amontonándose en el aeropuerto como en esas fotografías apocalípticas de Sebastiao Salgado, el horror permanece, los diarios siguen dedicándole páginas enteras al incidente: se habla de multas millonarias, de miles de maletas flotando en algún sitio, de true stories como la del pobre tipo que hizo cinco horas de cola hasta llegar al mostrador donde le informaron que su vuelo había partido, la de los rusos que atacaron a un policía porque su equipaje había desaparecido, la de la boda y luna de miel frustrada... Y yo me quedé esperando en vano la de la mujer que dio a luz ahí mismo, o la del que se enamoró de una chica en la cola, o la del viajero que decidió quedarse a vivir en el aeropuerto no por cuestiones políticas sino porque le gusta, o la del científico que alumbró in situ fórmula o cura decisiva. No importa: no será raro verlas en próxima campaña publicitaria de Iberia del tipo “emotivo” con el slogan de “No hay mal que por bien no vuele” o “Hay otras formas de volar: imagine que vuela” o “Nuestro objetivo no lo vamos a cumplir: así que decida cuál es el suyo y, si tiene ganas, cúmplalo usted que puede”.
CUATRO Y está claro que todo esto no es nada si se lo compara con los sufrimientos de subsaharianos en balsas o de libaneses en camionetas. Pero, lo siento, hay algo que me intriga: ¿cómo es posible que los teléfonos y televisores hayan evolucionado tanto y los aeropuertos y aviones tan poco? Tal vez, ahora que lo pienso, lo que ha evolucionado es el temor: uno ya no tiene miedo a los aviones y sí tiene miedo a los aeropuertos. Uno –acostumbrado ya al paisaje de lo microscópico desde las nubes, donde lo peor que te puede llegar a pasar dura apenas unos minutos– descubre que inquieta mucho más el cielo vacío desde la tierra tan colmada y tan lenta. Una ya no tiene nada de miedo a volar y sí mucho miedo a no volar.
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