› Por Enrique Medina
Como la humedad está de fiesta, al tipo le duelen hasta las uñas. Con un presentimiento de esos, estira el brazo y alcanza el libro. Está sucio, como corresponde a estas apretadísimas librerías de viejo, pero en buen estado. Temblando como un adolescente lo abre en las primeras páginas. Efectivamente, como lo esperaba, está su sellito impreso. Por un elemental efecto mágico, el hecho de haber encontrado el libro lo retrotrae muchos años. A una época en la que vivía en un antiguo y amplísimo departamento donde pudo darse el lujo de tener anaqueles en todas las paredes y llegar a superar los seis mil ejemplares, entre novelas, cuentos, poesía, ensayos y una posibilidad de rubros dispersos que incluían desde el psicoanálisis hasta tratados de vitivinicultura. Aquella no era una casa sino una biblioteca con cama-cocina y baño. Y él estaba feliz de vivir en una biblioteca. Hasta una vez se animó y puso un cartelito en la puerta que indicaba “Biblioteca del pensar ancho y el ascenso infinito”. Pero un día se tuvo que mudar. Y fue imposible hallar un departamento con iguales características. En fin, tuvo que achicar todo, muebles y placares, cosa que no le importó. Le dolió tener que seleccionar los libros. Este sí, este no. Tardó en esta separación. Creía que los libros se daban cuenta de que eran evaluados y, si los elegidos para continuar el camino se inflaban de orgullo, los que caían en la banquina, sufrían. Hasta hubo algunos, de abultado aplauso y gloria que, en actos de rebeldía, se suicidaron blanqueando sus páginas. Superado el trauma espiritual, el tipo decidió llevar lo que podía, pero el resto dejarlo en buenas manos, en manos de amigos que los cuidarían, leerían, etcétera. Pero el resultado fue negativo, o porque no tenían espacio, o porque sólo querían libros determinados, en fin, hasta se peleó con la mujer de un amigo que sólo quería encuadernados y nuevos. En definitiva apenas pudo regalar algunos ejemplares, sin que el volumen bruto disminuyera gran cosa. Aceptó consejos fríos y prácticos y puso en venta la mitad de la biblioteca. Vinieron tasadores de librerías de viejo. Algunos calculaban el espacio, otros ojeaban títulos y autores. Pagaban poco. Se emperró, y decidió dejarles los libros que no se llevaría a los nuevos dueños. Era una muy buena idea. Y los libros no extrañarían tanto al tipo porque al menos seguirían ocupando el mismo sitio. Y hasta en una de ésas los nuevos dueños fueran aún mejores que él.
Cuando apareció el camión de mudanzas en la puerta del edificio, una vecina, a la que siempre había observado con deseos naturales y bien intencionados, le preguntó si dejaba plantas, que a ella le interesaban. No, sólo libros, si usted quiere pasar y le interesa algún título, agárrelo, se lo regalo. Ella recién podría el domingo. El no estaría, pero el portero tenía la llave, no habría problemas. El tipo estuvo todo el fin de semana ordenando el nuevo departamento en el que se sentía como yema de huevo aún adentro de la gallina. Ordenó los libros en los nuevos anaqueles plumereándolos uno por uno. El martes fue al viejo departamento para verificar que no había olvidado nada, que el portero había limpiado en proporción a la propina, que esto y lo otro, y ver por última vez los libros que nunca más hojearía. Subió en el ascensor maldiciendo el sistema que lo obligaba a mudarse. Abrió. El distinto tono en las paredes indicaba los sectores que durante años no había recibido ninguna clase de luz por estar cubiertos por los libros. Pero no había ni uno. El portero le dijo que en una regular camioneta, la vecina se los había llevado. Dónde; ¿los vendió? No sé, usted sabe que ella tiene una quinta. A mí no me dijo nada. No sé. ¿Por qué? ¿Algún problema?... No, no. Le dio vergüenza tocarle el timbre y preguntarle por los libros. Pensó que sería una jugarreta, una venganza de los libros desdeñados, una manera en la que le decían a él que no lo necesitaban, que sabían valerse por sí solos y tomar caminos inesperados sin la obligación de pedir permiso como perros falderos, y que un libro que se precia de tal tanto vale estando en La Academia de Letras, como en el Congreso de la Nación, o en una librería de lujo, o en esta librería de viejo donde terminás de encontrarme.
Sobriamente, como acariciando, el tipo sopla el polvo de la tapa. Gracias. Revuelve y halla dos libros más con su sello. Los compra, con la promesa de retomar con más tiempo. Se retira, sin dolores en el cuerpo, repentinamente joven.
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