› Por Juan Sasturain
A propósito o con el pretexto de una charla programada para estos días, en la que se recordará a Paco Urondo en la Facultad de Filosofía y Letras, acabo de leer tres o cuatro páginas impecables de Martín Prieto en su Breve Historia de la Literatura Argentina. Son las que describen, en un ítem del capítulo trece, el devenir y significado del grupo Zona de la Poesía Americana de mediados de los años sesenta: César Fernández Moreno, Brascó, Jitrik, Vanasco, Bayley, Casasbellas y Urondo. Lo que se dice “un criollo de cada pago”, visto en perspectiva. No sólo por de dónde venía cada uno sino, y sobre todo, por adónde fueron a parar. “En el camino se acomodan los paquetes”, dicen que decía Scalabrini. Aquellos muchachos amuchados incluso iban más lejos de lo habitual en el gesto –lo señala Prieto y lo recuerdo con exactitud porque yo mismo, ávido veinteañero, tenía las revistas del grupo, como tengo aún la antología memorable–, porque Zona hacía ostentación de su holgada poética abarcadora homenajeando a sus ídolos emblemáticos desde cada tapa: Macedonio (con guitarra), Juanele Ortiz (con boquilla), Girondo (con barba y de perfil) y Discépolo, puro huesos... Una línea de cuatro por lo menos heterogénea que era casi una declaración de principios contra el sectarismo pero que subrayaba la necesaria condición de una voz de entonación argentina. Apadrinada por el mentado Apollinaire, claro, no vaya a ser que alguien se confundiera y pusiera una marcha atrás inadmisible.
Después de eso, Prieto ajusta la lente y hace foco en Urondo (el emblemático, el mejor de la banda para él y para cualquier lectura fina, con tiempo) y en un libro/poema larguísimo, ambicioso pero bien, no presumido y con el mejor título de plaza, Adolecer, que es del ’67 y ha sido poco frecuentado: no es fácil de digerir. Contar la patria y el devenir personal en sintonías y paralelos como una sucesión de crisis de madurez diferida, renuncias y renuncios recurrentes, agachadas e inminencias de resolución es la tarea que expone Adolecer –crecer con dolor, los tirones, los desgarrones de adentro y de afuera–, es el plano minucioso, la visita guiada por las interrogaciones propias y comunes, las cuestiones de búsqueda de sentido (se usaba, entonces) que Urondo estaba planteándose, resolviendo dentro y en los bordes del poema, siempre de parte de la vida, que es “lo mejor que conozco”, según dijo.
Establecidas afinidades y filiaciones, con el grupo Poesía Buenos Aires, con los santafesinos de “la zona” litoral –al decir de Saer–, con los coloquiales antipoetas como Fernández Moreno, con la veta vallejiana que le traía el compadre Gelman por izquierda y con los padres líricos o narradores tangueros, la poesía de Urondo –desde el principio al final: y son años– baila sola, sin programa fijo ni concesiones ni carnet de baile. Una poesía empedernidamente soltera pero siempre enamorada, nunca atada a la marca personal, el libreto, siempre moviéndose en zona, abierta a lo que viniera, dispuesta a jugarse en todos los sentidos, rarísima alquimia de irónica liviandad jodona, soberanas ganas de vivir, amistad sin franela, enormidades sin grandilocuencia, verdades como balazos. Una poesía que pone la voz como parte del cuerpo.
En los años inmediatos a ese momento que describe Prieto, Urondo adolecería a fondo, abrazaría (es el verbo que se usa, notable) la militancia revolucionaria, sorprendería a propios y (sobre todo) a extraños con saltos de vida, de mujer y de domicilio, escribiría contra reloj y viviría a favor de la Historia, pedalearía con ciega lucidez hasta la muerte.
Prieto cita el memorable Milonga del marginado paranoico y está bien. Es probable que nunca haya escrito mejores versos que los de los Poemas póstumos del ’70 al ’72. Hay que tener huevos para titular así, firmar esto tan citado y casi insoportable de mirar de frente o decir en voz alta, el final de Solicitada: “... Ya no soy / de aquí; apenas me siento una memoria de paso. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio / por este mundo desgraciado. Le daré / la vida para que nada siga como está”. Después, ir y hacerlo.
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