› Por Sandra Russo
Nadie se imaginaba que cuando Maradona se hizo una escapadita a Italia mientras todavía era el conductor de La Noche del Diez, íbamos a estar condenados este año a la réplica local de aquel programa italiano. La viveza tinellesca puso en carpeta a esos famosos bailando por el sueño de algún anónimo que a su vez había pasado por un casting de baile. El mix aseguraba un show de baile aceptable (por favor, por favor, quiero pasar un día entero sin escuchar que alguien pronuncie la palabra “coach”), y prensa garantizada por la rivalidad entre famosos, todo condimentado por un jurado con roles establecidos entre los que hay un malo y una buena.
Bailando por un sueño es un verdadero hallazgo de la televisión chatarra, esa que tan bien satirizó Fellini. El sueño del anónimo es fácilmente alcanzable porque siempre se trata de un sueño que se resuelve con dinero, y cuesta entender que un programa que mueve millones no dé por resueltos todos ellos: en realidad no cuesta, porque que un solo sueño sea cumplido es parte del propio show. Los famosos acompañan con sudor y camiseta transpirada el objetivo del anónimo, sin dejar de usar la pantalla para recobrar en muchos casos los bríos perdidos de muchas carreras artísticas. Pero además, ponen la cara en uno de los puntos cúlmines del espectáculo, que es el momento de la evaluación de la pareja. A nadie le importa lo que el jurado le dice al anónimo. El jugo sale de la sentencia al famoso, que como parte del show debe dejarse humillar y maltratar, aunque la producción parece haber descubierto que la reacción airada, el enojo, las lágrimas y las escenitas de nervios son fundamentales para el minuto a minuto.
En otra pantalla, mientras tanto, se desarrolla Montecristo, la telenovela de este año. Lo cual equivale a decir que el prime time de los canales líderes se ha dividido en dos grandes líneas que son, esencialmente, las que puede ofrecer la televisión. Por un lado, en Telefé, la ficción que apela al ancla en la realidad y entromete una historia cuasi parapolicial y amorosa en la trama de los saldos que dejó el terrorismo de Estado, con buenas actuaciones y buenos guiones. Por el otro, el show en su versión más tosca, el entretenimiento sin un solo rulo, la marca Tinelli que ensordece.
Pese a que Montecristo gana entre la audiencia, en la televisión sólo se habla de Bailando por un sueño. También ése es un elemento clave para elevar lo que debe haber sido una ideíta (afanada) al tópico por excelencia en los programas matutinos, vespertinos y nocturnos. Es que Montecristo está hecha para mirarla y ganar, seguramente, varios premios, mientras Bailando por un sueño está hecho para que se hable del show. En todos los magazines, los programas de chimentos y los de información general hay todos los días algún famoso de Bailando por un sueño confesando que tal jurado lo mira mal o lo discrimina, que se tiene fe para llegar a la final o que entabló con su compañero soñador anónimo una gran relación.
El furor es tal que hasta los anónimos que son eliminados se convierten en las notas más importantes que tienen para ofrecer esos programas al día siguiente. La televisión misma, como soporte, se transforma así en una caja de resonancia de Tinelli, mientras a su vez vive de él.
De esa manera, el fenómeno escala a una popularidad desenfrenada, que no refleja o por lo menos distorsiona de un modo grosero las preferencias del público, que convirtió a Montecristo en el programa de este año.
Flannery O’Connor, la cuentista norteamericana tan admirada por gente como Raymond Carver, explicaba en un ensayo sobre escritura breve cómo trataba de trabajar en dos niveles paralelos para satisfacer, por un lado, al lector promedio, que sigue una trama y no penetra en ella, y también, por el otro, a un tipo de lector más exigente, que capta otros sentidos y es capaz de hacer otras lecturas. Siendo un programa de televisión también un texto, semiológicamente hablando, Montecristo se presta perfectamente a ese modelo: una trama policial y amorosa que sigue un televidente promedio, y una carga de sentido disponible para televidentes con cierta conciencia política.
No hace falta aclarar que Bailando por un sueño está pensado para un promedio que se viene a pique. Ni que es show que no se basa en la excelencia de ningún tipo, sino sólo en la apuesta a un baile bastante aceptable para lo que se podía esperar. Si alguien pretende hacer una segunda lectura de Bailando por un sueño, está frito. Es ese tipo de éxitos atrás de los que no hay nada. Y es ese tipo de falacias que llevan a decir que el éxito tiene dueño.
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