› Por Ariel Dorfman*
Todavía me ronda, todavía se arrastra por mis recuerdos, ese momento en que por primera vez me topé con alguien que había sido torturado. Fue en Chile, a principios de octubre de 1973, unas semanas después del golpe que derrocó a Salvador Allende. Yo me había asilado en la embajada argentina y, de pronto, una tarde radiante, ahí estaba, un argentino alto y de huesos grandes, con una cara rechoncha que a la vez parecía demacrada, y ojos de niño que parpadeaban sin cesar y un cuerpo que temblaba, un cuerpo que no podía dejar de temblar.
Eso es lo que perdura en mi memoria, ese cuerpo tiritando de frío bajo el sol primaveral de Santiago de Chile aquella tarde de 1973. Todavía poseído y habitado por esos hombres, todavía preso en aquella celda del Estadio Nacional, como si no fuera nunca a olvidarse de la corriente eléctrica que seguía sacudiéndole por dentro, como si nunca iba a poder desterrar esa experiencia de su cuerpo. Tal como, tantas décadas más tarde, yo me encuentro incapaz también de expulsar de mi propia mente y memoria esa vida devastada.
Es una imagen que quisiera transferir mágicamente a los ojos y la piel de cada ciudadano norteamericano en estos momentos en que su país se dedica a debatir –casi trivialmente, como si fuera la cosa más normal del mundo– si acaso la tortura es o no es eficaz en la lucha contra el terrorismo. Quisiera resucitar aquella víctima, forzar su presencia en esta discusión sorprendente y bochornosa, exigir que toda persona que sugiere que la tortura es lícita tuviera que pasar aunque no fuera más que unos minutos con el hielo eterno que se instaló en el corazón y la carne de ese hombre. Tal vez mi optimismo pertinaz tiene la esperanza de que ese argentino dañado y distante pudiera resquebrajar la perversa inocencia de tantos norteamericanos, tal como fracturó la burbuja de la ignorancia que protegía a ese joven chileno que yo alguna vez fui, alguien que en ese tiempo sabía de la tortura principalmente a través de la mediación de libros y películas y despachos periodísticos.
Esa no es, sin embargo, la única lección que nuestro mundo despiadado actual puede aprender de ese hombre lejano al que se le condenó a temblar perpetuamente.
Porque esa víctima de la tortura movía sus labios en forma casi imperceptible allá, en ese jardín de la embajada argentina de Santiago, intentaba articular una explicación, murmuraba una y otra vez las mismas palabras. –Una equivocación, fue una equivocación –repetía incesantemente, y en los días subsiguientes logré armar los pedazos de su historia torpe y triste. Era un revolucionario argentino que había huido de su patria y que, una vez en Chile, se había ufanado de lo que les haría a los militares si dieran un golpe, jactándose de su pericia bélica y las múltiples armas que tenía escondidas por ahí. Alarde y ventolera, puro fraude. ¿Pero cómo convencer de ello a los hombres que lo abofeteaban, que le estremecían los genitales con electricidad, que lo ahogaban en su propia orina, cómo persuadirles de que había mentido, de que todo no era más que fantasías para impresionar a sus camaradas chilenos, para que las mujeres se le rindieran? Era, por cierto, imposible. Confesó todo, todo lo que ellos quisieron arrancar de su garganta ronca que aullaba que sí, que sí, que les contaría todo, todo, inventando cómplices y direcciones y culpables. Y cuando sus datos resultaron falsos, volvían a atormentarlo, una y otra y otra vez.
No había escapatoria.
Esa es la encrucijada en que se encuentra toda víctima de torturas. Siempre es la misma historia, lo que iba a descubrir en los años venideros, en la medida en que me fui convirtiendo en un experto en todo tipo de degradaciones y suplicios, mi vida y mi obra literaria atiborradas con la angustia de los continentes infinitos del planeta. Cada una de esas espinas dorsales fracturadas y esas vidas deshechas –indonesios, iraníes, chinos, guatemaltecos, egipcios, rumanos, uruguayos, ¿para qué seguir y seguir?–, todos esos hombres y mujeres ofrecían el mismo relato de una asimetría esencial, donde un ser humano tiene todo el poder del mundo y el otro no tiene otro mundo que el dolor, donde un hombre puede decretar la muerte con un chasquido de los dedos y el otro sólo puede rezar para que ese chasquido de los dedos, esa muerte, sobrevengan lo antes posible.
Es una historia que nuestra especie ha estado oyendo con creciente revulsión, un horror que ha llevado a casi todas las naciones de la tierra a firmar tratados que declaran que estas abominaciones son crímenes contra la humanidad, transgresiones que no pueden tolerarse bajo ninguna circunstancia. Esa es la sabiduría, nacional e internacional, a la que nos han llevado miles de siglos de ignominia y tribulaciones. Esa es la sabiduría y la legislación que se nos está pidiendo que desconozcamos cuando se formula siquiera la pregunta, does torture work?, si ¿acaso es eficaz la tortura?
Hay muchos que en Estados Unidos han estado, ahora último, esgrimiendo el argumento de que la tortura es contraproducente, puesto que las revelaciones que se consiguen bajo apremios infamantes –tales como las que se extrajeron del cuerpo convulsionado de aquel argentino charlatán en algún sótano inmundo en Santiago en 1973– son inservibles. Otros manifiestan que es mejor no utilizar tales métodos porque en el futuro otras naciones o grupos o entidades podrían justificar un maltrato similar a prisioneros norteamericanos.
Aunque encuentro tales razones irrefutables no quiero siquiera comenzar a utilizarlos, por miedo de que la mera participación en tal tipo de discusión la honraría, le otorgaría algún tipo de validez vergonzante.
¿No puede este país, el más poderoso del mundo, comprender que cuando se permite que sus agentes torturen a un ser indefenso, no sólo se corrompen la víctima y el victimario sino la sociedad entera, todos los que insisten en que no es para tanto, todos los que no quieren admitir lo que se está haciendo para que ellos duerman tranquilamente de noche, todos los ciudadanos que no salieron a la calle para protestar y pedir que renunciara toda autoridad que sugiera, que siquiera susurre, que la tortura es inevitable, una noche oscura a la que tenemos que entrar si queremos sobrevivir en estos tiempos peligrosos?
¿Llega a tanto nuestra enfermedad moral, estamos tan ciegos y sordos y mudos, que no comprendemos algo tan evidente? ¿Tenemos tanto miedo, estamos tan enamorados de nuestra propia seguridad y tan sumidos en nuestro exclusivo dolor, que estamos dispuestos a que se torture a otro ser humano en nuestro nombre? ¿Hemos perdido hasta tal punto nuestra decencia que no nos damos cuenta de que cada uno de nosotros podría bien ser aquel desafortunado hombre argentino que estaba sentado bajo el sol de Santiago y no podía, no podía dejar de temblar?
* El último libro de Ariel Dorfman es Otros Septiembres.
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