› Por José Pablo Feinmann
La Orquesta Sinfónica de Leningrado tenía que hacer una gira europea que, probablemente, terminaría en Estados Unidos. A punto de subir al tren, Nikolai Malko, el legendario director, advierte que no tienen algo apropiado para un bis en caso de necesitar algo semejante en Estados Unidos. Siguen en la estación. El tren echa su correspondiente vaho de inminente partida. Malko lo llama a Shostakovich: ¿no podría acercarse a la estación y componerles algo? Llega Shostakovich y hace un arreglo orquestal alla Shostakovich de la breve, pequeña pieza del norteamericano Vincent Youmans, Té para dos. Es una obra maestra. La hizo en menos de media hora. La llamaron Tahiti trot. Y ya ahí (1929) Shostakovich tuvo problemas con la censura soviética por escribir “música de foxtrots”.
Fue un compositor de dotes mozartianas. Si escribió tanto no fue porque no corregía o porque tenía la bulimia de la próxima obra. No necesitaba revisar. A eso se le llama “dotes mozartianas”, a que lo absoluto habita en un hombre, y algún dios le dicta ese algo sólo él sabe escuchar, interpretar.
La celebridad le llega o él llega a ella a los diecinueve años. Su Primera Sinfonía arrasa. Shostakovich se dispara desde la Rusia soviética al mundo en brazos de una composición difícil pero deslumbrante, una sinfonía cuyo tercer movimiento es casi una obra para piano, un piano juguetón, saltarín. Esa espíritu lúdico no abandonará nunca las obras de nuestro Dimitri: sus obras están llenas de valses, galops, mazurkas, “música de las confiterías” y pasajes grandiosos, de una estridencia sonora apenas tolerable, como el primer movimiento de la octava sinfonía, muy mahleriana pero con mucho Bruckner también y mucho Shostakovich todo el tiempo: especialmente en esos momentos en que los timbales anuncian que el mundo se desintegra.
A él, que estaba destinado a una gloria inmediata y sin opacidades, también se le desintegró el mundo. La Revolución de Octubre, a la que siempre respetó, se le encarnó en la figura del tosco campesino Josef Stalin, un ser muy distinto a Dimitri. Uno ve las fotos de Shostakovich (sobre todo: del Shostakovich joven) y se enternece o se sonríe. A veces parece Harold Lloyd. A veces Stan Laurel, con anteojos, claro. Siempre lleva anteojos Dimitri. Durante la década del veinte, una década loca en la que todo era posible, compone la ópera La nariz. Una ópera loca, delirante, llena de disonancias, de pasajes atonales, de sarcasmos. Dimitri se divertía. Era un genio reconocido en todo Occidente y él vivía en el país de la Revolución, donde todo era joven y todo empezaba otra vez y para siempre.
La historia es conocida. La de Stalin y Shostakovich, digo. Brevemente la recordaremos, pero es más importante señalar (ya) que este texto se escribe porque, el pasado 25 de septiembre, se cumplieron cien años del nacimiento de Dimitri y todos los que lo amamos estamos de festejo. Nuestras vidas habrían sido mucho más pobres sin él, como sin Mozart o como sin Schubert o Brahms o Schumann o Gershwin. O como sin el Concierto para piano op. 42 de Schoenberg, especialmente si lo toca Pollini.
Shostakovich vivía bien en medio de la Revolución. Tanto, que creía en ella. En 1927 escribe su Tercera Sinfonía a la que titula “Octubre”. En 1929, la “1ero. de Mayo”. Y en 1932 un poema sinfónico: De Karl Marx a nuestros días. Durante tres años trabaja en una ópera basada en una mujer, Katerina, que, en medio de la Rusia zarista, busca su independencia, y llega, en esa búsqueda, a los extremos, al crimen. La ópera se estrena con notable éxito. Se llama Lady Macbeth del distrito de Mtsensk. Se estrena en provincias y finalmente en Moscú. “Hice un viaje (cuenta Shostakovich) a Arkhangelsk con el violoncelista Victor Koubatski. El tocaría mi sonata para cello. El 28 de enero de 1936, nos detuvimos en la estación para comprar el último número de Pravda. Lo abrí y me encontré con el artículo: ‘Un galimatías musical’. Ese día ha permanecido como el más grave en mi memoria. Es, acaso, la jornada más memorable de mi entera existencia” (Temoignage, Les memoires de Dimitri Chostakovich, Albin Michel, 1980, Paris, p. 154).
De la gloria a los diecinueve años al ostracismo y –razonablemente– al miedo. Stalin, no había en Rusia quien no lo supiera, no era un hombre de buenos modales. El artículo de Pravda, presumiblemente escrito por él, decía todas las atrocidades que la ideología oficial dispensaba a los sonidos, de todo tipo, que le desagradaban. Shostakovich compone algunas piezas menores y decide volverse tolerable para el régimen. Lo que mejor sabía hacer era componer música y las sinfonías le salían muy bien. Escribe la Quinta y le pone una leyenda que se ha hecho célebre: es el acatamiento de un artista ante un dictador. Es un pedido de perdón. Y hasta es la búsqueda de la seguridad dentro de ese territorio del miedo que Stalin había creado. He visto por ahí que se vende un documental sobre la relación entre Stalin y Shostakovich. Es un gran tema para una novela. Ignoro si alguien la ha escrito. En la primera página de su Quinta Sinfonía, Dimitri escribe: “La respuesta práctica y creativa de un artista soviético a una crítica justa”. La sinfonía tuvo un gran éxito y permanece como el más popular de los trabajos de Shostakovich. El cuarto movimiento es un canto guerrero al Ejército Rojo. Sin embargo, como es gran música siempre puede leerse como un canto a la victoria, a toda victoria. En un film de John Huston sobre un partido de fútbol entre captores nazis y prisioneros de guerra (con Max Von Sydow, Stallone, Pelé, Michael Caine y “nuestro” Ardiles) el arreglador Bill Conti (que es el que dirige la orquesta durante la entrega de los Oscar), músico del film, se basa en la Quinta de Shostakovich y en el triunfal cuarto movimiento para ilustrar la huida a la libertad de los prisioneros de guerra.
Durante la guerra, Shostakovich se transforma en una figura mítica. Permanece en Leningrado durante el cerco y es quien toca, al anochecer, la campana que dice a toda la ciudad que nadie se ha rendido, que la ciudad sigue sin ser de los nazis. En la tapa del Time aparece Dimitri con un casco de guerra: es el héroe de la ciudad. Ahí, en medio del sitio, compone la Séptima, que tiene grandes pasajes pero es interminable, como debe haber sido el sitio. Detestado por el retrógrado vanguardista Juan Carlos Paz, Shostakovich conoce hoy una gloria impar. A mí no me gusta hablar del más grande compositor de una época. Del siglo veinte, pongamos. No puedo hacerlo. Ni siquiera podría decir que ese puesto está entre Stravinsky, Shostakovich o Berg. No sé, por ejemplo, qué inventó Ravel, pero la música del siglo XX sería mucho más pobre sin, por dar un ejemplo, Gaspard de la nuit. Juro que los dos más grandes conciertos para piano que el pasado siglo ofreció llevan el N 3. Y son totalmente distintos. Uno, según suele decirse (y lo dicen quienes creen que la música progresa linealmente), “mira al siglo XIX”. El otro es bien siglo XX. Me refiero al tercero de Prokoviev y al tercero de Rachmaninov. Acabo de recibir un CD en que Pletnev en el piano y Rostropovich en la orquesta han reunido a los dos. Saben lo que hacen. Esos dos conciertos van juntos. Sé que nadie discutirá al de Prokoviev. Y no pienso discutir sobre el de Rachmaninov: pregúntenles a los pianistas. Es una catedral construida para la gloria de un instrumento por un pianista colosal. Lo digo porque conozco la versión del propio Rachmaninov: lo que hace con su Cadenza (que es súper-genial) te quita la respiración. Lo que dicen los musicólogos que hablan entrecerrando su boquita en un círculo, eso que se llama boca-culo-de-gallina, es: “El N 3 de Rachmaninov tiene terribles dificultades; su valor como música es otro”. Entre tanto, Horowitz, Berman, Sergio Tiempo, Martha Argerich, Ashkenazy, Van Cliburn, Pletnev y otros (si pueden) sienten que han llegado a la cumbre expresiva de su instrumento cuando lo tocan. Hasta hay una leyenda: “El que toca ese concierto se vuelve loco”. Es lo que le pasa a Geoffrey Rush en esa película sobre David Helfgot, que lo toca horrible. De Gershwin, ni hablar: cada una de sus canciones –y dejamos de lado sus trabajos sinfónicos y hasta su poderosa ópera folclórica negra– es música en estado sublime. Pero Shostakovich ya no tiene, no quien le escriba, sino quien lo discuta. Escuché –en el 2004– a Martha Argerich tocar el Concierto para piano, trompeta y orquesta de cuerdas. Es una obra cristalina y, en el segundo movimiento, la trompeta, en su solo, toca el cielo con las manos. Otros instrumentos, como los violoncellos, tienen una actividad incesante. Tanto, que la Argerich tocaba el piano y los acompañaba canturreando su parte.
Shostakovich pudo haber sido un concertista de piano. En su juventud era sobresaliente. Se presentó a un concurso, no lo ganó y mandó –por suerte–- al diablo el asunto. Permanecen sus grabaciones –de fines de los años cincuenta– de sus dos conciertos. La orquesta está en manos de André Cluytens y el sonido de Dimitri es algo metálico, a veces empasta y a veces corre como si escapara de Stalin. Hay grabaciones mejores. Su música de cámara es poderosa. Las dos más grandes las hizo también durante la guerra. El Quinteto para piano es de 1940. Y el Trío de 1944. Muchos lo consideran –ahora sí– el gran Trío del siglo XX. Es concentrado, reflexivo, poderoso. Shostakovich empezó a componerlo pocos días después de una noticia penosa: la muerte de un querido amigo de juventud. El Trío está marcado por esa pérdida. A Shostakovich lo perdimos en 1975. Pero –si la Eternidad existe– su música durará tanto como ella, ni un día menos.
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