› Por Juan Sasturain
La revista de historietas Hora Cero Semanal, de Editorial Frontera –sólo 16 páginas apaisadas, tapa a dos colores–, apareció el 4 de septiembre de 1957 para hacerle la competencia sobre todo a Misterix, de Abril, con cuatro historietas “de continuará”: Ernie Pike, el corresponsal de guerra que dibujaba Pratt, ya conocido por los lectores de las otras revistas de la editorial; Nahuel Barros, un baquiano de la época de los fortines ilustrado por el pincel suelto de Carlos Roume, y dos novedades muy fuertes: Randall “The Killer”, un conflictuado cowboy cazador de recompensas que dibujaba la diestra pluma del chileno Arturo del Castillo, y finalmente las Memorias de un navegante del porvenir, El Eternauta, dibujadas por Solano López. El autor de todas las historias, a un ritmo folletinesco de tres o cuatro páginas semanales por episodio, era un guionista que los jóvenes lectores –chicos de doce, trece años–- reconocíamos desde las primeras frases: Héctor Germán Oesterheld.
La lista de los personajes recorre los géneros aventureros habituales por entonces: el relato bélico, el “western”, la aventura criolla y la ciencia ficción. Claro que después habría cambios: aparecería Cayena, historias de un ex convicto de la Isla del Diablo que se movía en los bajos fondos, dibujadas por Daniel Haupt; Ernie Pike se convertiría en Lord Crack, ya con otros dibujantes; se sumarían Sargento Kirk, de Pratt, y Sherlock Time, con los dibujos de Alberto Breccia; se iría Randall a otras revistas de la editorial, incluso habría algunas páginas más y cuatro colores en la tapa. Pero algo permanecería, obsesivo e interminable: El Eternauta.
Primero la revelación de la nevada mortal que se abate sobre Buenos Aires y las peripecias de Juan Salvo y sus amigos para sobrevivir entre sobrevivientes, y después los infinitos avatares de la solidaria lucha de resistencia al invasor extraterrestre, sostuvieron de un modo inédito el interés de los lectores e incluso dieron sentido a la continuidad misma del semanario durante dos largos años. Tanto es así que con el final abierto y trágico de El Eternauta –tan esperado y temido a la vez– prácticamente la revista se acabó. La historieta, en cambio, no ha seguido de crecer en sentido hasta hoy.
El formato del Hora Cero Semanal permitía –como en Misterix pero con más centímetros– tres tiras horizontales de dos, tres o cuatro cuadritos por página. No era usual que esa disciplina formal se modificara. Por eso, la ruptura de ese molde formal sólo podía justificarse con un acontecimiento narrativo muy especial. En El Eternauta eso sucede muy pocas veces, no más de cinco en las 365 páginas que comprende la historieta completa. Y la primera vez que Solano López lo hace es en la página 92. Estamos entrando en el segundo cuarto de la historia, han pasado casi seis meses desde el comienzo, es el verano del ’58, las vacaciones previas a nuestro último año de primaria. Es entonces cuando el contingente de soldados y milicianos con tanques y cañones que viene agrandado desde la zona norte del Gran Buenos Aires –ya ha vencido a los “cascarudos” en el Combate de la General Paz, apoderándose incluso de un lanzarrayos del invasor– dobla una esquina (nosotros doblamos una página) y se encuentra de frente con la mole de la cancha de River.
En ese memorable cuadro panorámico del Monumental arranca un inolvidable y desolador segmento de 33 páginas en que el ejército resistente –que de eso se trata– y su teniente Juan Salvo –a cargo imprevistamente de los milicianos, primera línea de fuego y carne de cañón– pasan por sucesivas pruebas y estados de ánimo al ir descubriendo la dimensión y los recursos del enemigo.
Oesterheld, como siempre, gradúa sabiamente las amenazas y las dificultades. La autoridad de los resistentes –el mando militar, el Mayor; y el mando intelectual, el profesor Favalli– han elegido a River como ámbito ideal para estratégico centro de operaciones: fortaleza “natural”, dispone de espacio amplio para armamento y vituallas y permite disparar con seguridad desde el interior. Todo anda bien al principio. Primero es la simple toma del estadio, luego se sucede el ataque de los “cascarudos” fácilmente repelido con morteros; después –más de lo mismo–- la astronave que intenta y logra parcialmente vulnerarlos por arriba hasta que la derriban y, finalmente, el salto cualitativo, el arma perversa: las extrañas nubes que generan alucinaciones individuales y colectivas y llevan a los humanos a abandonar su puesto llevados por visiones, y a enfrentarse unos contra otros. A matarse entre sí, literalmente.
Toda la secuencia es ejemplar. Penosamente ejemplar. Y gira en principio sobre el eje de la solidaridad, y su quiebre. En el inicio, en el momento previo a la toma del estadio, la incorporación al grupo resistente de los obreros de una fábrica a los que en principio se había confundido con el enemigo y sacudido un par de cañonazos... y que luego se revelan decididos combatientes, provoca las reflexiones de Juan Salvo. Cómo el reconocimiento de una condición compartida –el enemigo común– une a los hombres en lo que tienen de tales, dejando de lado lo accesorio: la condición social, las diferencias culturales aparentes. Y se salvan (lo experimenta Juan, que les debe la vida a esos nuevos compañeros) en la entrega solidaria.
A la inversa, después, las visiones generadas por el enemigo inducirán a la busca de una “salvación” personal que lleva a la pérdida del centro, a la paranoia y a la alienación de la disputa entre iguales. Las nubes monstruosas, inductoras primero del miedo, son las que impiden “ver claro”, son el simulacro que tapa, oculta el motor generador de la alucinación colectiva, una nube que no es tal sino el artefacto que induce la fantasmagoría. La secuencia es dramática, y Juan reacciona y se salva salvando al resto cuando siente que el otro ve en él lo que él sabe que no es... La alegoría respecto del modo como operan los condicionamientos ideológicos –entendidos como alienación que enmascara la condición del oprimido– es de flagrante alevosía. Tan alevosa y elocuente como inconsciente en la formulación del maravilloso autor...
En estos días hemos estado –junto a Elsa Oesterheld, a Solano López, a Rep, a Liniers y a otros plásticos, a chicos y a mayores, funcionarios de Derechos Humanos, de la Cultura y de organizaciones por la Memoria– en el estadio de River mirando estas figuritas memorables, recordando vida y obra del autor de El Eternauta. Y estando ahí recordamos, casi medio siglo después, cuando nosotros y tantos otros pibes del interior, hipnotizados por el dibujo de Solano, entramos por primera vez a la cancha de River con Juan Salvo.
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