› Por Sandra Russo
Hace poco más de un año, en una contratapa que se llamó “El otro lado de la vía”, conté la internación de mi madre en una clínica psiquiátrica. La internación fue el corolario de una época difícil, en la que la demencia no era “oficial” y a la confusión de ella se sumaban la mía y la de mi padre. Es que en cierto modo, la enfermedad exacerbó rasgos de carácter que estuvieron presentes toda su vida. Por lo menos, toda mi vida.
En este año que pasó, en las visitas, fui presenciando su adaptación a la clínica y también fui detectando, con infinito asombro, cómo la demencia le permitía acceder a mi madre a algunos estados que le habían sido vedados, quién sabe si por su educación, su personalidad o la forma embrionaria de la enfermedad. Concretamente, mi madre hoy me recibe con una sonrisa, me da la mano, me acaricia, me dice que me quiere, disfruta los mates extra dulces que ella ceba, mientras habla me acaricia las manos.
Mañana es el Día de la Madre y ése fue un día conflictivo en mi vida hasta ser yo misma madre. En algún libreto intangible está escrito que la maternidad por sí sola mejora a una mujer. Por si los supuestos judeocristianos fueran poco, vivimos en un país en el que el culto a la madre fue abonado por la música porteña: en el tango, la madre es madrecita, y es más, es pobre madrecita. Comparada con las gatas en celo de los burdeles y la noche, la pobre madrecita era sellada como la estampilla oficial de la beatitud femenina, que puede resumirse en un único y poderoso rasgo. La abnegación.
El culto a la madre argentina copula con la capacidad femenina de negarse a sí misma para pensar en los demás. Reivindica la retirada masiva del deseo en una mujer, para predisponerla de buen humor a la satisfacción de los deseos ajenos. Ensaya un adoctrinamiento social en base a esos valores y asegura vínculos de eterna gratitud. Es como si las mujeres pudiéramos vivir nuestras vidas impulsadas apenas por las deudas que tienen con nosotras, y que como somos buenas hemos decidido no cobrar.
Pues bien, las cosas suelen no encajar con lo que se espera de ellas. Mi madre siempre fue una mujer especialmente perceptiva y una energía increíble que nunca pudo liberar. Fue una mujer que aceptó las reglas de un juego para el que no estaba preparada. Mi madre hubiera sido mejor madre, estoy segura, de haber podido abnegarse menos, defenderse más. Porque hay mujeres a las que la abnegación les está vedada estructuralmente, y esas mujeres suelen ser llamadas malas madres. Es el discurso contra lo real: gana el discurso, y lo real enloquece.
Para el Día de la Madre, si pudiera, le regalaría a mi madre, con retroactividad, un permiso para no abnegarse, para hacer su vida de una manera que no dejara tan conformes a los demás y tan irritada a ella. Es cierto que vivió enojada conmigo, con los demás en general, encapsulando una agresividad que sólo a veces se entreveía entre las rasgaduras de su carácter. Es cierto que no me quiso bien. Pero yo estoy escribiendo esta nota mientras ella deambula por una clínica de reposo en la que los pasos se arrastran como el pasado.
Si pudiera, le daría la oportunidad de hacer todo de nuevo, de ser más egoísta, de ser más honesta y brutal con sus deseos, de no tenerles miedo, tanto miedo a sus fantasías. Si pudiera, le regalaría esa libertad.
El culto a la madre encubre una forma velada y sutil de desprecio a las mujeres. Exacerba una parte femenina, en desmedro de otras partes que debemos ignorar. Recién ahora, loca, en la clínica, mi madre se ha sacado la faja mental y su mundo interior ha explotado. Y en ese mundo, junto a todo lo negado, también estaban su amor por mí, su ternura, su fragilidad, su candor, su frescura. Recién ahora puede decirme que me quiere, y no es tarde para que yo le corresponda.
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