Lun 13.11.2006

CONTRATAPA

Una de terror

› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Por un lado están las películas gore (ésas con chicas de tetas grandes aullando en mataderos abandonados, esas con ojos desorbitados saltando de sus órbitas, esas con cabezas cortadas a hachazos y no-muertos devorando los cerebros de los inminentes ex vivos) y por otro está la película de Gore (ésa con el hombre “aburrido” que gobernó a la sombra del “divertido” Bill Clinton, ése al que sus asesores recomendaron besar con ardor a su esposa durante la campaña para generar algo de calentamiento global en su figura, ese que prefirió rechazar la ayuda de su carismático socio durante su campaña presidencial, ese que se supone perdió aquellas elecciones tan raras del 2000, ese que hoy se presenta sonriendo con un “Yo solía ser el próximo presidente de los Estados Unidos”. El curso de la vida de Al Gore –alguna vez eminencia gris de los demócratas en el poder y hoy eminencia verde de los ecologistas en la contra– es casi digno de una novela de Philip Roth: Gore sería un muy buen interlocutor para Nathan Zuckerman, alguien que sabría contarle una historia muy interesante para la confección de otra Pastoral americana: la vida y la obra de un tipo que, en algún momento, se dio cuenta de que ser político (incluso político en el poder) no alcanza, no sirve, no funciona.

DOS La película documental “protagonizada” por Al Gore y que por estos días se estrena en buena parte de un planeta contaminado se titula Una verdad incómoda, tiene un poster donde el humo de una fábrica se convierte en la espiral de una huracán al que ya alguien le pondrá nombre cortito y pegadiza y es, básicamente, una conferencia. Poco y nada de montaje efectista y nada de la demagogia narcisista de Michael Moore. Cabe suponer que Una verdad incómoda –100 minutos de duración ordenados y dirigidos por Davis Guggenheim– es nada más y nada menos que una versión ni muy aumentada ni muy corregida de las ya habituales conferencias y alertas que de un tiempo a esta parte viene ofreciendo por todo el mundo, ante jóvenes expectantes y empresarios contaminantes, el alguna vez vicepresidente de esa potencia mundial hoy orgullosa del papelón de negarse a firmar los papeles del Protocolo de Kioto. En Una verdad incómoda, Gore se la pasa hablando, viajando, explicando gráficos y cifras y aportando data caliente que produce escalofríos en el que la recibe ahí, sentado en la oscuridad todavía más oscura de una sala de cine, sintiendo cómo el pochoclo se vuelve pasta sin sabor en la boca y preguntándose en cuánto ha contribuido uno –ese pochoclo, ese calor, esa computadora encendida en repose– a este fin del mundo en cámara lenta, a este efecto especial sin prisa ni pausa, a este film que no es gore pero sí catástrofe, en el que se ha convertido nuestra cada vez menos existente existencia.

TRES Sería gracioso –sería humorísticamente negro– que al comienzo de Una verdad incómoda se leyese aquella leyenda verdadera de Based on a true story. Porque lo que aquí se cuenta –lo que aquí se advierte– es verdad más allá de las discrepancias y matices entre especialistas o las certezas del novelista Michael Crichton, quien asegura que todo el asunto no es más que delirios trasnochados de ecologistas románticos. Lo importante, para mí, de esta película no pasa tanto por la denuncia de quienes son los grande malos de la película sino los pequeños delincuentes y los millones de extras a los que se nos pide, casi se nos ruega, que hagamos algo al respecto y que aprovechemos los últimos diez años que nos quedan para revertir el curso de los acontecimientos antes de que se fundan los cables, se apague la luz bajo los rayos de un sol de voltaje cada vez más alto, se venga el diluvio horizontal de las crecidas y el verbo respirar se convierta en el más irregular de todos. Una verdad incómoda no les moverá un pelo a los que se hincan de rodillas ante un Bush ardiente pero sí al menos pondrá los pelos de punta por poco más de hora y media a aquel que se siente más allá de todo derretimiento. Gente como el joven escritor norteamericano Jonathan Franzen. A partir de sus categóricos pronunciamientos en cuanto a cómo debe ser o no ser la Gran Novela Americana, cabía pensar que Franzen no era de las personas más inteligentes; pero el autor de Las correcciones va todavía más lejos en los ensayos autobiográficos contenidos en el recién aparecido The Discomfort Zone. Allí, Franzen afirma que, habiendo decidido que no tendrá hijos, a él no tiene por qué preocuparle el calentamiento global y que, también, le irritó profundamente la demanda constante de ayuda para las víctimas del Katrina. Podrá argumentarse –algunos lo han hecho y hasta celebrado– que semejantes incorrecciones políticas son un gesto de honestidad porque, a la hora de la verdad, a nadie le importa nada de lo que sucede más allá de los metros cuadrados del ecosistema que supo conseguir. Mucho menos a un escritor. Pero aun así, la supuesta gracia y la sonrisa cínica (como el pochoclo antes mencionado) se vuelven inconvenientes en la boca y se comprende que con ciertas cosas no se jode porque estamos jodidos.

CUATRO Y uno no es tan ingenuo (u oxigenadamente puro) como para pensar que todo aquel que vea Una verdad incómoda saldrá de allí convertido en uno de esos personajes de videoclip de Diego Torres (ese Palito new age) que, ante el evangélico paso del cantante, deja de ser un cretino y se vuelve súbitamente bueno. No. Nada de eso. De hecho, hasta la figura de Gore –quien meses atrás posó en la portada de Vanity Fair junto a George Clooney y Julia Roberts, adalides de una supuesta “nueva revolución americana verde”– produce cierta erosión. Pero sí se puede ver Una verdad incómoda con la misma voluntariosa inquietud con las que, cuando éramos niños, en tiempos de Guerra Fría y no de Paz Caliente, contemplamos cosas como Recuerdos del futuro, aquella que nos hacía creer que los dioses fueron astronautas y que las pirámides eran arquitectura alien. Es decir: si nos tragamos eso por un rato, más nos vale masticar esto por un tiempo. Y sacar conclusiones. Y comprender que la culpa es nuestra, del hombre, del único animal que caga donde vive y tropieza todas las veces que haga falta con la misma piedra.

Escribo todo esto durante viciado otoño español que se niega a dejar de ser un vicioso veranito zombie, el mismo día en que el agujereador de ozono Bush y sus sicarios pierden la supremacía en el Congreso. Pero a no alegrarse. Los políticos siempre serán marcianos y poco y nada va a cambiar salvo el hecho de que –como escribió alguien el otro día– de aquí a un tiempo todas las primeras planas de todos los diarios y todas las aperturas de todos los noticieros serán, siempre, noticias meteorológicas. Y –¿por fin?– siempre darán en el clavo, en los clavos de esta Tierra cada vez más parecida a un ataúd: mal tiempo desmejorando por la tarde y empeorando por la noche y mejor no hablemos del día después de mañana.

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