› Por Leonardo Moledo
Mientras sonaba una pertinente música folk en la radio, el dentista se puso todo el aparataje (barbijo, guantes), me hizo abrir la boca, inmovilizando mi voz, y mientras esgrimía el torno en el aire, empezó a hablar:
–Ayer estuve leyendo sobre la caza de brujas –dijo. (Mi dentista es muy aficionado a la historia.) El zumbido del torno, nítido, único, se aproximaba peligrosamente a mi boca–. ¿Sabía usted que el número de víctimas fue incalculable, que los más optimistas lo hacen ascender a 500 mil personas y que los cálculos más pesimistas a 9 millones?
–Ughhh... aghhh –balbuceé.
–... que fueron quemadas, ahorcadas o descuartizadas, acusadas de delitos como copular con íncubos o súcubos (diablillos terrenales representantes de Satanás que, según un cálculo teológico, contabilizaban 1.758.064.176), utilizar niños no bautizados en sus horribles preparaciones o desatar violentas tempestades y tormentas mediante el sencillo rito de tirar un poco de agua por sobre sus hombros, o volar por los aires? –aplicó sin piedad el torno sobre una de mis muelas mientras un estremecimiento de horror me recorría de pies a cabeza.
–Ahhhhhh... –dije–. Uhg... ahhhh –el torno se retiró–. As drukas... gonhesaban...
–Sí, claro que confesaban –siguió, mientras se acercaba con un gancho que clavó en algún lugar indeterminado de mi boca– ante la brutalidad de las torturas que les esperaban: los suplicios eran tan crueles como perversos: el squassamento, descripto en una Historia de la Inquisición publicada en 1692, cuenta cómo a la prisionera se le ataban las manos y los pies a los que se sujetaban pesas hasta que su cabeza tocara la polea, y de repente se la dejaba caer, soltando la cuerda, pero sin que llegara a tocar el suelo; la sacudida hacía que brazos y piernas se le descoyuntaran. Aquí hay una caries –clavó el gancho hasta el fondo y con un solo movimiento sacó el torno. Bzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz....
–También se utilizaban tiras de azufre a las que se les prendía fuego sobre el cuerpo del acusado o tornillos que comprimían manos y pies. Si las víctimas eran acusadas de profanar la hostia, el procedimiento consistía en arrancarles pedazos de carne con tenazas al rojo vivo, o extirparles las manos o los pies. Después de todo esto, cuando la condenada confesaba, era trasladada (en general en una camilla, porque no podía moverse por sus propios medios) a la pira, donde, si no se arrepentía de su confesión, se le concedía la gracia de ser estrangulada antes de ser quemada, pero se le exigía que reconociera que la sentencia había sido precisa y el juicio, justo. Esta caries es muy profunda –me dijo–, me parece que lo más práctico es sacar la muela y hacer un implante.
–... plante... –susurré mientras dos enormes pinzas brotaban de la mesita ultrasofisticada.
–Pero había un verdadero manual de torturas –me dijo el dentista mientras me clavaba una aguja–. El papa designó a dos inquisidores, Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, para que procedieran a la “corrección, encarcelamiento y castigo justos de cualquier persona sin impedimento ni obstáculo algunos”. Kramer y Sprenger, dos estudiosos teólogos, se convertirían en fundamentales para la persecución luego de escribir lo que sería el manual más detallado de tortura, castigo y asesinato de las brujas –la anestesia bienhechora se esparció por mi boca–. Puede hacerse un buche.
–El Malleus Maleficarum (Martillo de las brujas) –dije– se publicó por primera vez en 1486 y allí se detallan y analizan los hechizos que las brujas eran capaces de practicar: hoy el texto parece el producto de la mente sádica de dos facinerosos maniáticos, pero en su momento fue la justificación escrita de la matanza que se daría en los siglos XVI y XVII.
–Bueno –dijo el dentista–, ¿ya está? ¿No siente nada aquí? –y acercó las pinzas de reflejos metálicos que aferraron la muela; la muela se partió, y grité, con anestesia y todo, pero él la mantuvo agarrada con firmeza y empezó a tirar–. En el Malleus, los inquisidores dejaban en claro que no creer en la brujería es signo evidente de herejía, y definían con precisión las torturas a las que había que someter a las acusadas (el 90 por ciento eran mujeres) para obtener su confesión. Lo que pasa es que la raíz está un poco infectada y por eso no prende la anestesia –dice mientras seguía tironeando–. Primero se le mostraban a la acusada (que era acusada en forma anónima, dicho sea de paso) los aparatos de tortura, y a veces, sólo con verlos, sentía tal terror que confesaba. Pero ahí no terminaban sus penurias, porque después de la confesión se la empezaba a torturar para que delatara a otras brujas que iban a seguir, obviamente, la misma suerte: torturas, hoguera y nuevas denuncias. Pero... qué agarrada que está esta raíz –dijo el dentista, mientras se aferraba a una manija de la ventana para apoyarse y tirar con más fuerza, mientras el ayudante me sujetaba al sillón.
–... asta... asta...
–Hasta que la persecución y quema de brujas se convirtió en un verdadero negocio: por un lado, estaba el jugoso botín que representaba la confiscación de los bienes de las brujas. Y muchas personas vivían de la caza y quema de brujas: era un trabajo muy bien pago. Matthew Hopkins, el joven inquisidor que lideró una masacre en Inglaterra entre 1645 y 1647, obtenía alrededor de 30 libras al día cuando el salario medio era 500 veces menor. Sosténgalo que ya sale. Pero además, y aunque parezca increíble, los gastos de tortura y quema corrían por cuenta exclusiva de la víctima y de su familia que debía pagar los “honorarios” de los torturadores y la leña, y en algunas detalladas cuentas de gastos se contabiliza “el traslado, la comida y el vino del verdugo y sus ayudantes”. ¡Al fin! –después de un decidido tirón, el dentista saltó para atrás, haciendo trizas los vidrios de la ventana a la que se había aferrado y arrastrando junto con la raíz que finalmente se había desprendido aparatos, espejos, ganchos y vasos para buches.
–Bueno, listo –me dijo–. Verdaderamente, le aseguro, por eso, que cuando alguien bromea sobre la caza de brujas se me eriza la piel... ¿Vio cuando dicen que las brujas no existen, pero que las hay, las hay? Pienso en toda la gente que padeció y murió por frases como ésas. Todavía en 1782 se quemaron brujas.
Le pagué sus honorarios, lo saludé, salí tambaleándome del consultorio y miré con lástima al próximo paciente.
“Ojalá a éste le toque la Revolución Francesa”, pensé, rencoroso.
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