CONTRATAPA
Insultos
Por Roberto Cossa
Transcurría ya avanzada la década del 60 la tarde que encontré en el bar de Argentores a don Germán Ziclis, apesadumbrado, acodado en el mostrador y bebiendo una ginebra doble. Germán Ziclis era, por aquel entonces, el autor teatral más exitoso del momento. Sus comedias llenaban los grandes teatros y llegó a tener cinco obras en cartel, al mismo tiempo, en cinco salas de la calle Corrientes.
Las obras de Germán Ziclis eran comedias amables, de esas que se destinan a toda la familia y se las reconocía porque todas llevaban un título en rima. Por ejemplo: Viuda, fiera y avivata, busca soltero con plata.
Ziclis era para mí, por aquellos años, un hombre viejo. Es decir que tenía los años que yo cargo ahora. Aun así le gustaba charlar conmigo; contarme historias del viejo teatro que me fascinaban. Esa tarde, sin embargo, me saludó con un gesto seco. Pero pocos minutos después me contó el motivo de sus pesares.
–Ayer fui al Maipo con un amigo y, de pronto, durante un sketch la Negra Sofía (por la inolvidable Sofía Bozán) le dijo a Stray (el carismático cómico Adolfo Stray): “Callate, chupanabos”. La sala estalló en carcajadas. ¿Qué dijo?, le pregunté a mi amigo. Chupanabos, me confirmó. Es terrible.
Quizás advirtió en mí un gesto de desconcierto. Apuró el trago y me confesó:
–¿No se da cuenta? Hacen reír con las malas palabras. Mis obras van a parecer tontas. Yo no utilizo malas palabras.
La intuición de Ziclis no fue desacertada. Sus obras desaparecieron en pocos años de la cartelera porteña.
Eran tiempo en que las llamadas malas palabras (como si las palabras pudieran calificarse de buenas o malas; las palabras son útiles o inútiles) estaban reservadas a la intimidad. En público sólo se proferían en las canchas de fútbol, espacio masculino exclusivo por aquellos años.
Tampoco en el teatro de arte, un lugar donde la palabra puede sentirse más libre, se transgredía el lenguaje. Recién en 1964, en el Teatro Regina se escuchó la primera puteada, pero sólo a medias. Fue la actriz Miriam de Urquijo en su inolvidable composición del personaje de ¿Quién le teme aVirginia Woolf?, de Edward Albee, que profirió un cauto “la put... que los pa...”
Fue como un estallido. El lenguaje provocador se fue infiltrando como el agua que horada, de a poco, las paredes de un dique. Estábamos en la década del 60. El mundo quebraba todos los formalismos. En Argentina, el dictador Onganía intentó recuperar la pacatería perdida; de última, hacía sólo veinte años que sus colegas de la revolución del ‘43 habían prohibido el lunfardo. Pero no hubo caso.
Hasta que en los albores del 70, por primera vez, las malas palabras fueron coreadas por multitudes donde convivían hombres y mujeres. Las marchas populares, especialmente la de los Montoneros, adoptaron el lenguaje de las canchas de fútbol.
En los tiempos de la dictadura genocida se hizo el silencio. A los militares lo que más les preocupó fue extirpar la palabra guerrillero y suplantarla por delincuente subversivo. Con eso les bastaba en materia de idioma.
Con la llegada de la democracia, la explosión del lenguaje fue imparable. Y así llegamos a este tiempo de crisis profunda donde los argentinos nos hemos quedado sin malas palabras. No hay puteada que alcance. ¿A quién le importa que le digan boludo o puto? Ni qué hablar del inocuo andate a la mierda. Vaya a saber por qué vericuetos de la mente el pueblo convirtió el clásico ¡Hijo de puta!, tradicional convite al duelo con cuchillo, en un elogio.
A medida que las malas palabras empezaron a invadir el ámbito cotidiano, fueron perdiendo fuerza. Hasta llegar a esta dramática situación que atravesamos hoy. Admitámoslo: nos hemos quedado sin insultos.
Y un pueblo que pierde la capacidad de injuriar no tiene futuro.