› Por Juan Gelman
El asesinato con polonio 210 del ex espía Alexander Litvinenko sería tema de varias novelas según el cristal con que lo miren. La hipótesis inicial, dominante en los titulares de la prensa estadounidense, era obvia: había actuado la mano negra de Putin porque Litvinenko estaba indagando la muerte de la periodista Anna Politovskaia, opositora del Kremlin asesinada de un tiro en octubre pasado, crimen también atribuido al jerarca ruso. Es notorio que el partido de la guerra de EE.UU. ha incluido al gobierno Putin en el “Eje del Mal” –Rusia posee las reservas de gas natural más grandes del planeta–, pero esa acusación no resultó muy convincente: ¿de qué le serviría tal escándalo en vísperas de la importante reunión que los miembros de la OTAN sostuvieron en Lituania el 28-29 de noviembre “para analizar los desafíos a la democracia en el siglo XXI”? El asesinato de Litvinenko acentuó las duras críticas a Putin de los “halcones-gallina”, que lo califica de “Stalin reencarnado”, y esto pareciera el primer acto de un melodrama o de una tragedia. Se verá.
El transcurrir de los días trajo explicaciones más complejas que entusiasmarían a John Le Carré: las muertes de Politovskaia y de Litvinenko serían consecuencia de luchas internas con vistas a la sucesión de Putin en el 2008. Una fracción dura de sus enemigos, compuesta por agentes de los servicios secretos –hoy FSB, antes KGB–, estaría procurando abrir una brecha entre Rusia y Occidente a fin de excitar sentimientos nacionalistas en el pueblo para favorecer la llegada al poder de alguno de sus miembros. Quienes postulan esta hipótesis subrayan que la periodista fue baleada el día del cumpleaños de Putin y que el ex espía fue envenenado en vísperas de la reunión de la OTAN. Poco tiempo bastó para quitar otra capa de este enigma: se ha convertido en algo todavía más sórdido y en tema para un Dashiell Hammet. Ojalá aparezca alguno con su talento.
Sucede que Litvinenko planeaba hacer mucho dinero. Afirmaba que importantes fuentes del FSB le proporcionaban documentos comprometedores que le traerían riqueza a cambio de su silencio. Empezaba el mes de mayo cuando propuso el negocio a Julia Svetlichnaia, candidata a un doctorado de la Universidad de Westminster que lo consultó a comienzos de año sobre la cuestión de Chechenia. La académica declaró a The Observer (3-12-06): “(Litvinenko) me dijo que iba a chantajear o a vender información delicada a toda clase de gente poderosa, incluyendo oligarcas (sic), funcionarios corruptos y del Kremlin. Mencionó la cifra de 10.000 libras esterlinas que le pagaría cada uno para evitar que filtrara esos documentos del FSB. Andaba escaso de fondos y estaba seguro de que iba a obtener todos los expedientes que quisiera”. Según el diario The Australian, que la empresa Murdoch edita en Sidney, el ex KGB habría sido asesinado por el fracaso de algún trato con “actores del mundo despiadado de los negocios rusos”, involucrados en el sector energético y el de la seguridad privada (4-12-06). Una forma elegante de calificar a la mafia.
Uno de esos personajes sería el primer multimillonario de Rusia, Boris Berezovsky, conectado con la mafia de Chechenia, que habría incurrido en los delitos de fraude, corrupción de políticos y aun asesinato y que en el 2001 se asiló en Gran Bretaña cuando tocaba fondo la investigación ordenada por Putin, su ex protegido hasta que llegó al gobierno. Berezovsky empleaba a Litvinenko en vida y tiene sus buenas razones para utilizarlo muerto contra el jefe del Kremlin. Los mafiosos norteamericanos podrían aprender un par de cosas de Berezovsky, hoy que Rusia se ha convertido en una suerte de Sicilia en gran escala: el asesinato es una herramienta más en el mundo empresarial, su tasa anual en la ex URSS triplica la de Nueva York y el crimen organizado brilla por su presencia. El naufragio del “socialismo real” abrió la puerta a un capitalismo salvaje en el que pronto se destacó Berezovsky. Curiosa paradoja: hizo su primer millón de dólares en una ciudad del Volga que lleva el nombre de quien fuera un notorio dirigente comunista italiano, Togliatti.
Berezovsky poseía –entre muchas otras empresas– la cadena nacional de televisión más grande del país. Su control se consolidó luego de que el primer director de la cadena fuera asesinado a lo gangster. La policía lo consideraba el principal sospechoso del crimen, pero las investigaciones no llegaron al río: el multimillonario gozaba de la amistad y protección de su tocayo Yeltsin, entonces presidente de Rusia. La revista Forbes, ésa que enlista a los más ricos del mundo, investigó en diciembre del ’96 el caso Berezovsky in situ, se preguntó si no sería “el Padrino del Kremlin” y recogió la observación de un empresario norteamericano que hacía negocios con Avtovaz, una fábrica de automóviles del ruso: “Estas gentes son delincuentes atroces. Es como si Lucky Luciano fuera presidente del directorio de Chrysler”. Pobre Lucky, siempre lo difaman.
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