› Por Osvaldo Bayer
Fui a visitar a las presas de Ezeiza. Presas “comunes”, como se les dice en el idioma de los usuarios. Es un programa de la Secretaría de Cultura de la Nación. Encuentro de escritores con seres humanos condenados en cárceles por diferentes delitos. Cuando me preguntaron si aceptaría hacer esa visita dije: si se trata de inaugurar comedores infantiles, bibliotecas populares o visitar las cárceles, siempre voy a aceptar, venga de donde venga la invitación. Me acompañan Armando Echeverría y Carolina Josa, de la organización Café-Cultura, y Ana González, del Ministerio de Justicia. Entramos a la cárcel y esperamos en una salita de reuniones. Entran. Son seis las “internas”. Tres jóvenes y tres de mediana edad. Enseguida preparan mate. Presentaciones. Llevan varios años de cárcel casi todas. De una de ellas, madre de tres hijos, cuando estaba ya condenada falleció una hija, de doce años. Hay profunda tristeza en su rostro. Pero el mate ayuda al diálogo. Quieren que les hable de historia. Les describo el espíritu de Mayo, de aquellos increíbles seres de 1810. Y cómo fueron traicionados en sus ideales por gobiernos de décadas posteriores. Les entusiasma el tema y todas hacen preguntas. Preguntas, respuestas pero también opiniones de ellas.
Hablamos tres horas. Hemos navegado en aguas distintas a las habituales, no hablamos de los problemas de ellas ni de los del país, sino de ideales y luchas del pueblo. Llega la despedida. Una de ellas me entrega un libro de poesía. Es el que se hizo en el Primer Festival de Poesía realizado en la unidad penitenciaria de Ezeiza. ¿Cómo?, sí. Parece un sueño. El ser humano no se rinde. Sí, me dice Silvia Elena Machado, la poetisa presa “común”, aquí también hay poesías mías. El libro se llama Yo no fui.
Momento de partir. La despedida con cálidos besos en la mejilla y ojos húmedos. Seres humanos que se encuentran de pronto. Seres distintos, muy distintos. Y se ven muy iguales. Los dividen las rejas. La sociedad. Pienso que Pinochet, el uniformado de la mente asesina, murió atendido por todos y le hicieron honras militares. Cuánta cobardía hay en las llamadas sociedades modernas. Chile se avergonzará en todos los tiempos de haber dado honras militares al ogro, ladrón y traidor a los más nobles sentimientos.
En el viaje de regreso abro el libro Yo no fui, de las presas de Ezeiza. Leo la poesía de Silvia Elena Machado. Finaliza diciendo: “¿Será que mi ausencia/ los detiene/ los amarra/ en ese cintilar atemporal?/ ¿Será que en una verónica redentora mi Ausencia da/ lugar/ espacio/ cuerpo/ a la presencia?”.
Sí, la presa se pregunta sobre su ausencia. Melancolía... tal vez enorme tristeza.
Melancolía es lo que siento al dejar la puerta de la cárcel donde hay mujeres jóvenes. No les he preguntado por qué están allí. Días de juventud en la cárcel. Vaya a saber cómo las interpretó la sociedad, qué posibilidades de vivir, si les dio amor desde niñas. Es nuestra sociedad. Tal vez, sí, extremadamente rigurosa contra los pecados pequeños, pero que mira a otro lado ante los corruptos de bolsillo compacto.
En un sobre me han dado un hermoso Papá Noel dibujado por ellas. Una ha escrito detrás “A las plantas las endereza el cultivo, a los seres humanos, la educación”. Y todavía: “Felices fiestas. Gracias por venir. Mujeres de la Unidad 31. Ezeiza, 2006”.
Miro el camino de regreso: villas pobres, rostros de niños tristes. Me prometo en la próxima visita llevarles flores multicolores, silvestres, llenas de vida.
Cuando llego a casa, recibo una gran alegría: me ha escrito Antonio Puigjané. El sacerdote católico que acompañó siempre a los perseguidos. El que pasó más de una decena de años preso en la cárcel más perversa de la dictadura: la de Caseros. Esa que hizo construir el general Videla, que cuando visité por primera vez, me dije: “El general desaparecedor se ha construido su propio monumento”. Sí, sobre una cárcel con patios levantó una torre donde los presos jamás veían el sol ni tenían ningún lugar para caminar. Una cárcel para desaparecer, con una placa orgullosa del desaparecedor: “Este edificio fue construido por inspiración del teniente general Jorge Rafael Videla”. Sí, ese que vive hoy a pocos metros de la iglesia castrense y todas las tardes sale al balcón para mirar al templo y hacerse la señal de la cruz. Obscenidades argentinas.
Pero bien, Antonio Puigjané, el buen cristiano, me comunica que estuvo presente ante las ruinas de esa cárcel donde le robaron gran parte de su juventud. Ahora son todas ruinas. Me envía una foto donde está ante su vieja celda. Sonríe Puigjané, así de sencillo. Por eso, cárcel de años infinitos. Hoy ya destruida. Un triunfo de los organismos de derechos humanos.
En los eternos años que visité a Antonio Puigjané lo encontré con un rostro marcado por el sufrimiento pero siempre sonriente. Hablábamos del futuro. De un Jesús de la mano de Bakunin. Y nos reíamos felices. Pese a las rejas y la constante humillación. Me escribe ahora que hicieron un asado ante las ruinas y contaron anécdotas mientras el mate seguía la ronda. Tenía razón Fray Antonio cuando en alguna visita me dijo: “No te preocupes, alguna vez yo voy a ver las ruinas de este antro de perfidia”. Y ahora lo vivió. Sonriente, ante la celda que trató de alejarlo para siempre del pan fresco para los niños pobres.
Y el día terminó muy bien. Me llegó otra buena nueva. Valía la pena escribir. Todos los años me tomé el deber de denunciar algo que el egoísmo humano había tratado de tapar. El genocidio armenio cometido por el pueblo turco. Principios del siglo pasado. Un millón y medio de armenios muertos en manos de turcos uniformados. Armenios muertos a golpes y ahorcados, mujeres que murieron junto a sus hijos de hambre y cansancio. Francia fue el primer país que calificó de genocidio el bárbaro crimen. Y ahora lo acaba de reconocer el Congreso argentino. Sí, los legisladores argentinos. Una medida valiente, tal vez fruto de nuestras experiencias con parte de su propia población. Diputados y Senado por unanimidad. Muy bien, señores. Para aplaudirlos. Por primera vez no se tuvo miedo y se dijo la verdad. Ahora falta la firma del Presidente. Pero no creemos que una resolución así, tomada por unanimidad, ponga dudas en el Poder Ejecutivo. Esto es fruto de la lucha de la Asociación Armenia que desde tiempos lejanos ha persistido en la prueba de todos esos hechos. En esas contratapas expusimos los argumentos y las pruebas irrefutables.
Ahora sí es hora de que también el Congreso de la Nación condene de una vez por todas el genocidio cometido contra nuestros pueblos originarios en la tierra argentina. Roca y su “campaña del desierto” y además quién se quedó con las interminables tierras de nuestras pampas. Basta decir un nombre: Martínez de Hoz. Le dieron 2.500.000 hectáreas. Repetimos, 2.500.000 hectáreas. Bisabuelo directo del ministro de Economía de la desaparición de personas. La historia se repite.
Ha llegado la hora, señores legisladores: con un prólogo de debates históricos con las pruebas científicamente históricas. Como mejor prueba oigan a los conservadores aquellos de la Década Infame. Que dirán que las tierras “fueron liberadas”. Sí, liberadas para ellos.
Cumplan con ese deber de conciencia, señores legisladores. Ya es tiempo de decir la verdad.
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