› Por Osvaldo Bayer
Camino por las orillas del Rin en este invierno alemán lleno de flores. Sí, en mi exilio, en enero, estas caminatas las hacía pisando nieves que quedaban dos o tres meses sobre la tierra. Ahora la temperatura de este invierno es de 15 grados y han empezado a florecer los cercos en enero. Impensable. Dios debe estar practicando ciertas inhalaciones con la nariz para tener esta imaginación actual. O a lo mejor le gusta recibir los gases que producen los terráqueos. Voy pensando en la nueva discusión que se ha iniciado en Alemania, si reinstalar o no las centrales atómicas, cuando en la calle un sacerdote católico me entrega un sobre. Lo abro. Adentro hay una cruz con cadenita para el cuello. Todo muy bien trabajado. La cruz es verde, tal vez por la esperanza. Me siento en uno de los bancos que miran al Rin. Me sorprendo al leer la carta. Es de la Obra San José de Ayuda a los Indios de Estados Unidos. Indios, sí, está la palabra Indianer, en alemán. Esto sí que nunca me lo había imaginado. ¿Cómo? ¿Ayudar a los indios norteamericanos? El documento dice textualmente: “Nosotros nos dedicamos a ayudar a los pobres niños dolientes de los indios Lakota, en la región de Dakota del Sur, en el centro de Estados Unidos. Le pedimos a usted su ayuda”. Y explica: “Lakota, el nombre de ese pueblo originario, significa en su idioma ‘Amigo y aliado’. Esta Obra de la Iglesia Católica se ha creado para ayudar a los indios Lakota-Sioux, donde niños pobres y hambrientos reciben de la Obra San José una posibilidad de poder seguir viviendo gracias a la Escuela San José para Indios donde se les da educación y formación”. Y agrega: “Pero cuesta mucho dinero alimentar, vestir, dar protección médica y escuela” y a continuación piden la ayuda del pueblo alemán para sostener a los niños Lakota-Sioux de Estados Unidos. La comunicación religiosa oficial informa que “El sufrimiento de la población indígena en Dakota del Sur tiene una tradición. Porque en esa región se sucedieron hechos dramáticos que trajeron al pueblo originario penurias y miserias, expulsión de las tierras en las que habían vivido siempre, el no cumplimiento de tratados y la esclavitud”. Por supuesto –sin decirlo– se refiere a la conquista de los “blancos”. Pero más adelante lo hace saber cuando da el nombre “de los legendarios luchadores indígenas de la libertad” como Reed Cloud y Sitting Bull y las masacres de indios de Wounded Knee o Little Big Horn. Pero no sólo eso, el documento también señala que en esos territorios existían enormes manadas de búfalos, que eran el medio de subsistencia de los Lakota-Sioux. “Los búfalos fueron muertos a tiros, miles y miles, por los cazadores blancos, sin piedad, para comerciar sus cueros. Esos animales fueron exterminados y esa injusticia es hasta hoy una mancha de deshonra en la historia de Estados Unidos, un pecado nunca reconocido ni pagado.” Y después en el documento católico hay una frase que sorprende: “En esta época en que se usa constantemente la palabra globalización, ¿no podría valer también en cuanto a la globalización del amor al prójimo?”. Termina el documento: “muchas familias de los Lakota-Sioux se quiebran ante la carga insoportable de una existencia sin esperanzas, caracterizada por la lucha diaria por el pan y a causa de la desocupación”. La Obra católica se despide del lector con la palabra pilamaya, que quiere decir “gracias” en idioma Lakota.
El mismo día en que me entregan la cruz verde de la esperanza en la calle, leo en el diario de Bonn dos cosas que tienen que ver directamente con la moral de la sociedad. Primero, el anuncio de que Bush va a enviar 22.000 soldados más a Irak, lo que va a costar a su país mil millones de dólares. Mil millones. La pregunta es: ¿por qué, por ejemplo, el Papa no va a Dakota del Sur e inicia allí una huelga de hambre ante la realidad de los “indios” y el hecho de que se va a gastar una cifra no cristiana para matar y bombardear? ¿Por qué Naciones Unidas no comienza una campaña por la paz en el mundo y se van a Somalia todos sus representantes para protestar por el bombardeo que acaban de realizar los norteamericanos y que como resultado dio la muerte de todos los asistentes a una boda? ¿Quién es ahí el terrorista?
Veintidós mil soldados más. Pero la fantasía de la realidad me lleva esa noche a ver el programa principal de Phoenix, televisora alemana de derecho público, donde se pasó la documentación sobre la batalla de Verdun, en la Primera Guerra Mundial, que costó 330.000 bajas al ejército alemán y 316.000 bajas al ejército francés. Todos jóvenes. Muertos horriblemente por la estupidez humana. Jóvenes de 18 años, de 20, de 22. Muertos por la crueldad y la perversidad de sus sociedades y sus políticos. Y después de eso pienso en los mil millones de Bush para la guerra.
Pero sigamos con las “casualidades”. Voy a la parte cultural del diario y leo en el Bonner Anzeiger, diario de Bonn, la gran polémica que se ha iniciado no ya por la película histriónica sobre Hitler, sino por el film Apocalyto, del norteamericano Mel Gibson. En este film se denigra a los mayas, pueblo originario que representó una de las más altas culturas del período precolombino. Se los pone como un pueblo sanguinario que mata por placer. El director cinematográfico se deleita con todo lo más cruel que pueda existir: los mayas arrancan el corazón a los vencidos, les cortan la cabeza y otros espantos. El profesor universitario de Bonn, Nicolai Grube, especialista en esa cultura maya, salió en diversos medios a criticar la falsa imagen de la película señalando que “el film presenta una imagen completamente falsa y absurda de la verdadera cultura de ese pueblo”. A raíz de ello, los docentes de historia americana y etnografía de esa universidad organizaron un debate en el que se llegó a la conclusión de que “el film muestra a los mayas como un pueblo sanguinario con una religión de bárbaros, que tendrían que estar agradecidos por la conquista de los españoles cuando la realidad es totalmente otra” y que “para las matanzas masivas realizadas por los mayas como representa el film faltan totalmente los basamentos históricos” y “el film no es auténtico ni tiene la más mínima asesoría científica”. Se explica luego la alta cultura que crearon los mayas. El profesor Grube señala que fueron asesinados más de doscientos mil mayas y más de un millón fueron expulsados de sus tierras”. Y agrega que “a través de este film va a adquirir más terreno fértil el racismo antiindigenista que reina en América latina”.
Sí, el racismo. Por ejemplo, se ha descubierto que uno de los mayores financistas de los viajes de Colón fue un comerciante dedicado al tráfico de esclavos. Y nosotros, los argentinos, nos llenamos de monumentos a Colón y festejar “el Día de la Raza”. Más todavía, hay que leer los discursos oficiales de la inauguración del monumento a Roca durante la Década Infame. El presidente Justo –al poner la piedra fundamental– comparará a Roca con el general Uriburu, como gran alabanza. Sí, Uriburu el primer golpista y fusilador de obreros. Y Patrón Costas –personaje de la oligarquía salteña a quien se quería, mediante el fraude patriótico, poner como presidente argentino, y que habló como orador oficial en ese acto– dio una interpretación “positivista” del genocidio de los pueblos originarios diciendo que Roca “con certero golpe de vista militar señaló que era necesario llevarle la guerra ofensiva al indio, a sus propias tolderías, vencerlo, someterlo y correrlo más allá del Río Negro. Obtiene un éxito rotundo, que concluye con un problema secular”. Y se acabó. Una interpretación cristiana. Y ese monumento quedó hasta nuestros días. Después nos admiramos del porqué de la violencia argentina que culminó con Videla. Es que, digan lo que digan, los argentinos nos sentimos un tanto protegidos cuando tenemos en la mano un billete de cien pesos y desde él nos mira el general Roca.
Bush, los Lakota-Sioux, el bombardeo a Somalia, cien mil millones de dólares para la guerra en Irak, los mayas en el cine norteamericano, Roca y Patrón Costas. Bueno, fue demasiado para un día que comenzó con un paseo por el Rin. Por eso, a la noche, me puse a oír el concierto para piano y orquesta de Beethoven. Respiré aire puro. Me encontré de pronto en un paraíso especial. Pero no, no me quedé en eso. Sino que, de inmediato, me puse a escribir esta nota.
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