› Por José Pablo Feinmann
Cuando mis amigos de la Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (que son los que hacen posibles mis cursos de filosofía) decidieron hacer, entre las tantas cosas que hacen, un seminario sobre el genocidio armenio, pusieron en los afiches la frase con que Hitler justificaba la posibilidad impune de la Solución Final: “¿Alguien se acuerda del genocidio armenio?”, les preguntaba el Führer a sus carniceros. Pocos, todavía, se acuerdan de eso. Un millón quinientos mil armenios fueron masacrados por los turcos. Winston Churchill fue el primero en llamar al hecho un holocausto. Pero el mismo Winston Churchill fue uno de los principales responsables de la destrucción inútil, bélicamente innecesaria pero vengativa de la ciudad alemana de Dresde, que se llevó doscientas mil vidas. Un periodista turco-armenio, Hrank Dink, venía desde hacía tiempo, en Turquía, tratando de llevar a primer plano el debate sobre el genocidio armenio. Fue en 1915 y todavía nadie sabe casi nada. “Hasta el día de hoy”, escribe Robert Fisk en Página/12 del día 14 de este mes, “las autoridades turcas niegan esa definición”. No hubo, dicen, genocidio. Y que ni les hablen de holocausto. Ignoran documentos que han sacado a luz historiadores de la misma Turquía. Y van a ignorar cualquier prueba que se les presente. ¿O no está negando el líder iraní Mahmud Ahmadinejad el genocidio judío? Si lo logra, ¿dirá en el futuro algún nuevo carnicero “quién recuerda el genocidio judío”? ¿Será éste el sueño de Ahmadinejad?
Pero la mala noticia de hoy –relacionada, claro, con el genocidio armenio–, le pésima noticia que demuestra que poco bueno está pasando y nada bueno está por pasar es que a Hrank Dink, periodista de 53 años, con dos hijos para llorarlo, lo asesinaron en la puerta de su periódico. Era, qué duda puede caber, un patriota. Era turco y era armenio. Compartía las dos nacionalidades. Y se sentía hombre de las dos patrias. Estaba del lado de la verdad, aunque incomodara. Tenía convicciones arraigadas, convicciones que habían echado raíces hondas en su conciencia moral. Tenía causas por las que luchar. Era culto, era inteligente. Ahora –lo estoy viendo en la dolorosa foto que trae el diario– está tirado como un bulto sobre una vereda. Ni siquiera vemos su cadáver. Le pusieron un trapo blanco encima. A su alrededor hay policías de civil; todos tienen teléfonos celulares; algunos hablan, otros no. Nadie lo mira a Hrank. Está solo. Se ve que está de cara a la vereda. Una vereda sin baldosas. De piedra dura. Se le ven, atrás, los zapatos. Tiene puesto uno, el otro no. Siempre a los muertos se les salen los zapatos. Los dos, o uno. ¿Qué significará eso? Sólo una cosa: que están muertos. Si te quedás sin zapatos, es porque te mataron. Si te mataron es porque te metiste en algo. Si no te metés en nada, no te matan. Te morís en la cama, rodeado de los tuyos y de tu médico. Hrank, no. Se metió en algo pesado. En una historia con un millón quinientos mil muertos detrás. Esa historia Turquía no quiere reconocerla. Tendría que reconocer que, en ese lejano año de 1915, su gendarmería ayudada por los kurdos vejaron y mataron a mujeres y niños armenios “en los desiertos sirios del norte” (Fisk). Quedaron sobrevivientes. Y esos sobrevivientes cuentan que se prendían hogueras y en ellas se quemaban vivos a los niños. Dostoievski y Camus (dos espíritus afines, dos metafísicos) reflexionaron que no hay nada más intolerable que el dolor de los niños. Sin embargo, la condición humana es compleja. Hay hombres para los que no es intolerable el dolor de los niños, ni ningún dolor. Esos hombres quemaron niños en los desiertos sirios del norte, asfixiaron hasta el fin a judíos en las cámaras de gas de tantos campos de concentración de Alemania, echaron fuego vengativo sobre Dresde, empalaron hombres jóvenes, muchachos, chicos de dieciséis años en los 340 campos de concentración que había en la Argentina hacia 1978, hicieron el horror de los campos soviéticos de trabajo y diseñan en Wall Street un sistema económico que se ve amenazado “por una mezcla venenosa de desigualdad y salarios estáticos” (La Nación, 20/01/ 2007). Sólo me permitiré corregir la expresión: “salarios estáticos”. Quien tiene un salario estático tiene un trabajo. La “globalización” que, en muy buena hora, ven amenazada en el diario de los empresarios, produce algo mucho peor que “salarios estáticos”. Produce hambre. Produce hambre hasta morir. El genocidio de la “globalización” es menos espectacular. No usa misiles. No utiliza ejércitos. No quema gente. Mata por escasez, por insuficiencia, por penuria. Hay un concepto que Sartre utiliza en la Crítica de la Razón Dialéctica: el de “rareza”. Quiere decir que es “raro” (escaso, insuficiente) lo que necesito para vivir. Esto señala a una gran parte de la humanidad como “sobrante”. Si no hay para todos, pero de lo que hay casi la totalidad queda en manos de los ricos, los “sobrantes” crecen incesantemente. Ser “sobrante” es morir. La “globalización” mata estructuralmente. Funciona para matar. De aquí que seamos enemigos del “libremercado”. Al menos como funciona hoy. (Aunque no recuerdo cuándo funcionó de otro modo, pero no importa: es otra cuestión.) Hoy funciona generando “sobrantes”. El “libremercado” no integra. Se lo han comido los poderosos: NO ES LIBRE, ES DE ELLOS. ¿Tan difícil es ver esto? No. Si no se lo ve es porque quienes no quieren verlo participan del goce de los no-sobrantes. Por cada no-sobrante hay miles, millones de sobrantes. Este es el genocidio estructural del capitalismo del siglo XXI. ¿Por qué el capitalismo ha llegado al genocidio? Porque no necesita mano de obra, fuerza de trabajo. O sólo la necesita especializada. O la necesita en servicios. O la necesita muy escasamente. El resto sobra. El sistema globalizador los constituye en tanto sobrantes y es esta condición la que los llevará a morir.
La “globalización” miente. No hay “globalización”. Se globaliza una particularidad que quiere imponerse como totalidad. Esa particularidad –al no poder ser nunca una totalidad, ya que no puede totalizar desde sí a un resto que es diverso, distinto, diferenciado– se constituye no en un Todo, sino en un Falso-Todo. La “globalización” quiere ser lo Uno y negar al Otro. Una democracia, sin embargo (y digo algo elemental), sólo existe cuando, desde mí, reconozco la Otredad del Otro. Esa Otredad es su diferencia. Si yo reconozco la autonomía y la soberanía de esa diferencia reconozco la Otredad del Otro. Para la “globalización” (para el Falso-Todo) no hay Otredad. Busca imponer el dominio de lo Uno. Esto busca Estados Unidos (y sus aliados) en el ancho y –les guste o no– ajeno mundo. El imperialismo colonialista, que es un invento de Estados Unidos en el siglo XXI, es impracticable. Los ingleses podían colonizar la India y quedarse en ella. Les llevaban la Modernidad y eso era progresivo (al menos, durante un tiempo). Estados Unidos no lleva nada a Irak. Lo invade para saquearlo. De donde su colonialismo no puede instalarse como el británico en la India. Así, se va deteriorando. Llevan ya tres mil muertos. Los muertos norteamericanos llegan de noche en bolsas de plástico. Pero las familias los reciben de día y reciben desechos, fragmentos goyescos, troncos sin brazos, sin piernas, caras sin ojos, brazos sin manos. Reciben monstruos. Despojos de una guerra inútil, que cada vez entienden menos, rechazan más. El sargento brutal que los conduce (y al que ya eligieron dos veces) no se retirará. Porque si algo le falta es inteligencia. Es un bruto, sin más. Y los brutos, al carecer de razón, se afirman en el orgullo. Y el orgullo, en ellos, es empecinamiento. El empecinamineto, en Bush, será quedarse en Irak, aunque cada noche y cada vez más lleguen esas bolsas de plástico, con los hijos muertos, desapedazados de quienes lo votaron. No digamos que lo merecen, porque nadie merece eso. Pero esos “boys” vienen muertos porque, allá, lejos, ellos también mataron. El Falso-Todo revela su falsedad militar. Esa falsedad es la derrota.
Miro, otra vez, el cadáver de Hrank Dink apretado contra el cemento. Ha de haber sido un tipo inteligente, un hombre lúcido, un buen periodista y, muy posiblemente, algo que ya escasea: un buen hombre. Recuerdo, al verlo así, humillado sobre esa calle, con ese trapo blanco cubriéndolo, a Silvio Frondizi, aquí, en Argentina. Las fieras de la Triple A lo sacaron de los pelos, arrastrándolo como a una cosa. Es, de nuevo, la derrota de la inteligencia. El triunfo de los asesinos. La impotencia de las ideas ante las armas. Los asesinos no argumentan, aprietan el gatillo y ya tienen razón. Esto no puede seguir. Pero, por el momento, nada bueno está por pasar. Esta conclusión es la del pesimismo de la razón. A mí, como a muchos, me desborda el optimismo de la voluntad. Este optimismo es una fuerza vital y se tiene en tanto uno está vivo. La voluntad es el mismísimo devenir de la vida. Pero la voluntad es ciega. Y la razón no sabe mentir.
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