Lun 22.01.2007

CONTRATAPA  › OSVALDO SORIANO

A diez años de un largo adiós

› Por Francisco N. Juárez

El próximo lunes 29 de enero, una breve ceremonia en el Cementerio de la Chacarita evocará al consagrado escritor frente al nuevo sepulcro que recientemente le destinó el gobierno de la ciudad de Buenos Aires.

El decreto 1201 del gobierno de la ciudad de Buenos Aires del 23 de agosto pasado asignó un triángulo del Cementerio de la Chacarita –sin bóvedas ni tumbas, pero arbolado con añosos eucaliptos– para el nuevo emplazamiento de los restos mortales de Osvaldo Soriano, sepulcro que quedará inaugurado el próximo lunes 29 a las 11 (hora a confirmar) durante una breve ceremonia a la que, según lo programado, asistirá su viuda Catherine Boucher y Manuel, el hijo de ambos, además de colegas y amigos del periodista y escritor, altas autoridades comunales, representantes de las distintas manifestaciones del mundo cultural y popular, sus fieles lectores y seguidores que también lo son de su amado San Lorenzo de Almagro. En la misma fecha, canal (á) emitirá un programa especial dedicado a su memoria que grabó la producción de Román Lejtman.

Ese día se cumplirá una década desde que, a los 54 años, Osvaldo Soriano emprendió su viaje definitivo. Pero en realidad se quedó entre nosotros. Como hacía en sus pocas, trasnochadas, pero memorables visitas a sus amigos más íntimos, se apoltronó sin pudor por su leve obesidad y ese proverbial desdén que mantuvo por toda pituquería (cierta vez, exigido por un acto protocolar, pidió un traje y partió de casa brotado de tics y muecas de incomodidad anudándose malhumorado la corbata frente al espejo del ascensor).

Con mejores humores y su charla amena, quedó instalado no sólo en la memoria de quienes compartimos con él casi treinta años de amistad, redacciones, viajes, bohemia y la vigilia del último tramo de su agonía, sino que su figura –y sobre todo sus libros– pasó a ser la pertenencia de millares de lectores de buena parte del planeta. Para siempre y en todos los idiomas.

Plantado frente a la computadora, releyendo los últimos párrafos y maldiciéndose por los errores cometidos, distribuía a ciegas caricias alternativas a su propia calvicie, a algún gato trepado a su falda o a la rubia cabeza del pequeño Manuel, ahora a punto de cumplir diecisiete años.

Los resultados impresos demuestran que Soriano se ingenió ya desde su magro celibato para reclutar esa inmensa legión de seducidos por el desparpajo atrapante de su prosa o las imágenes sugeridas por los personajes novelescos tan impredecibles y a la vez hechos a la medida, audaz y atropellada, con que treparon a la pantalla de la cinematografía nativa.

Periodista implacable y polémico, narrador cautivante, novelista que ganó la indiferencia académica y el desdén de cierta crítica, pero abrumadoramente exitoso, sobrevive en la seguridad de que ya “no habrá más pena ni olvido” porque su “triste, solitario y final” no acongoja sino que lo resucita por cada página suya, agigantado.

Sobrevive y reina desde una sonrisa socarrona y el habano enarbolado en una mano, aunque él haya sucumbido en la guerra del tabaco, y porque los humos que le dictaron la sentencia jamás se le subieron a la cabeza, esa soberana redondez, cobija de sus ideas claras y nada vacilantes, por ejemplo, en la condena a la dictadura militar o en los oprobios que encontró en la historia no contada del Mayo inicial y revolucionario, cabeza o techo calvo brillante para guarecer tanto ingenio retratado en los diálogos desopilantes de los protagonistas de sus libros.

Todo eso porque, desinhibido y a todo riesgo, él mismo se había planteado desde el vamos su futuro de escritor diferente, mezclándose como protagonista junto al detective Philip Marlowe de su primera novela, tomado a préstamo de las de trama policial del reverenciado Raymond Chandler.

Cauteloso con los “mufas” y cabalero desde el paraíso de los gatos, como el pequeño maullador Pulqui de su infancia, pasando por el Negro Vení parisino –luego aporteñado– y la Chiruza, gata que daba el visto bueno a lo por él escrito sentándose sobre las nuevas carillas (o que reprobaba arañándolas), resultó un aprovechado observador durante la vida itinerante de la familia, siempre en pos de los destinos laborales de su padre. Desde la oceánica Mar del Plata de su nacimiento, la Cipolletti irrigada por acequias y goles cabeceados como centro delantero adolescente, y la serrana Tandil de la juventud, escenario de sus escarceos de cineasta nonato y periodista por entonces intermitente.

En la casa de Janville-Juine en las afueras de París que el Gordo no conoció y en donde ahora viven Catherine y Manuel, sobrevive Pirulín, uno de los tres gatos que compartieron los últimos días de Soriano en su casa de Palermo Viejo.

Para él, que deambuló de chico con su familia por distintos confines del país y más tarde por el mundo, como periodista y luego como exiliado, ésta será su última mudanza para un descanso de sosegado entorno verde. Es cierto que los cementerios nunca le cayeron mal y solía recorrer el de Père-Lachaise, donde se inspiró para iniciar la trama de su imaginado espía Julio Carré, el protagonista de El ojo de la patria, que conocía de memoria el recorrido entre tumbas de famosos. Un Carré que saludaba a Oscar Wilde, le confesaba a Chopin que le habían robado sus discos y le pedía disculpas a Balzac por no haberlo leído jamás. Un Carré que vio construir su propia tumba y le pareció un lugar sereno y acogedor, como ahora le parecería a Soriano la suya.

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