Mar 23.01.2007

CONTRATAPA

Cuestiones de familia

› Por Washington Uranga

Inevitablemente, y aún más allá de los lazos de sangre que por cierto existen, la vida y la historia los hermana. Nacieron en la misma cuna y fueron creciendo, madurando y haciéndose adultos casi con los mismos tumbos, similares aciertos y zozobras. Ni siquiera se dan, en este caso, aquellas diferencias que siempre notan los de afuera (“¡cómo pueden ser tan distintos criados en la misma familia!”). No. En este caso no. Es más. Para los que no viven habitualmente en el barrio del Plata, los dos son iguales. Con diferentes cualidades y desarrollos. Uno más poderoso y otro menos. Uno más favorecido por sus propias condiciones naturales y otro en menor medida. Pero “si hablan igual, tienen los mismos gestos, son en todo parecidos”, dicen los de afuera que no perciben aquellos rasgos distintivos que cada uno de los hermanos subraya por una cuestión de identidad. Que un lunar, que una peca, que el lóbulo de la oreja y esas cosas. Eso sí. Sin renegar de la hermandad siempre hicieron constar sus propios rasgos de personalidad. “El mismo apellido, pero distinto nombre.” Cada uno con sus particularidades y hasta con sus propias reivindicaciones. Que el mate se ceba de esta manera y no de esta otra. Que quién hace mejor asado o de quién es el mejor dulce de leche. Las lógicas rencillas entre hermanos que, en realidad, no hacen sino constituirse en una muestra más del cariño y de la cercanía. Por cierto siempre trasladadas, a modo de amistosa disputa, al desafío futbolero en defensa de los colores propios. Pasión deportiva que ninguno de ellos disimula y que incluso en los noventa de juego puede alcanzar un nivel de euforia y de vigorosa entrega que hasta puede incluir alguna patada de más, algo que sólo los ajenos podrían leer como enfrentamiento. Ellos saben que la pasión es parte del juego, pero también es lo que los hermana. Tan es así que sólo el capricho del destino y la necesidad de diferenciarse hizo que a la hora de seleccionar colores distintivos uno eligiera celeste blanco y el otro tan solo celeste. De los viejos heredaron un mismo terreno que luego hubo que subdividir. Los abuelos habían preferido no hacerlo. Los querían unidos. Cada uno con su casa, pero sin subdividir el lote. Presentían tal vez que el hecho de poner mojones y delimitar terreno no era una buena alternativa. Pero llegaron los agrimensores de la historia, los juicios sucesorios y el catastro y, finalmente, hubo que lotear, marcar el límite. Fue difícil. Después de haber compartido durante tanto tiempo el mismo terreno, vino la época de las tranqueras y apareció la necesidad de pedir permisos y conseguir llaves para trasponerlas. Costó bastante asumir que las demarcaciones, resultado lógico de la mayoría de edad, eran casi una forma de presentarse ante los de afuera. Pero no podían ser un obstáculo para ellos. Sobre todo porque siguieron compartiendo la medianera, algo que es común a ambos y que tiene que ser preservado por las dos partes. Desde siempre, los hijos de uno y de otro aprendieron a buscar cobijo en la casa del tío cuando el clima hogareño se puso insoportable en el propio espacio. No era difícil mezclarse con los primos y ser uno más. Y así la tanda de primos fue y vino, según la historia y las circunstancias. Pero claro, siempre había que atravesar la medianera. Porque ya no era un único terreno, aquel que habían heredado de los antepasados. Aumentó la familia y con ello también se diversificaron los intereses. Y uno pidió que se legislara sobre el alto de la medianera, para “resguardar la privacidad”. En ese momento discutieron por la financiación de la tapia que, en definitiva, los dividía. Sin que nadie se diera cuenta apareció una empresa que vino desde lejos ofreció “la mejor tecnología” para construir un muro “de la mejor calidad” y dejando “los mayores beneficios”... Frase inconclusa que debería haber incluido “los mayores beneficios para nosotros y nada para ustedes”. Pero como nunca falta un buey corneta, otro del otro lado, sin tomar nota de esto, opinó sobre el ancho de la pared “por la dudas que se les ocurra avanzar”. Entonces empezaron a pelearse por los materiales. Que si de ladrillos o de hormigón. Que si de esta altura (“para no ver lo que hay del otro lado”) o más baja (“para poder controlar lo que hacen del otro lado”). Y otros, de ambos lados, pensaron que era mejor ponerle candado a aquellas tranqueras que antes ni siquiera existían “para que no se nos metan en casa” y “para que sepan lo que es estar sin nosotros”. Ahí mismo empezó la disputa por las llaves. Lo peor: unos y otros se atrincheraron en excusas y circunstancias ahora convertidas en argumentos. Lo que ayer fue apenas una característica se transformó en “causa de familia”. En definitiva el territorio común dejó de serlo. Para pasar de un lote al otro fue más fácil salir a la calle y volver a entrar. Algunos, los más memoriosos, no lo podían creer. Pero es así. “Todo por la bendita medianera”, dicen en voz baja. “Pero si somos hermanos”, aseguran unos. “Y vecinos desde siempre”, murmuran otros. “No puede ser que la medianera acabe con la historia familiar, con las cosas comunes, que nos haga olvidar a los abuelos y nos impida hacer cosas juntos, por nuestras dos familias y para el barrio, como siempre lo soñamos.” Lo más increíble, para aquellos que recuerdan y rescatan las raíces comunes y los lazos familiares, es decir, la condición de hermandad, es que haya quienes entiendan que hablar contra la medianera puede ser entendido como una traición a la familia chica que, en definitiva, es sólo parte de aquella familia más grande, ampliada, histórica y tradicional. La que se heredó de los abuelos que fueron patriarcas de esta tierra, fundadores del barrio. Los más atrevidos piensan que para evitar el daño que está generando la medianera y la división familiar, habría que recurrir a la historia común, a la sabiduría de los abuelos, a las enseñanzas que nos dejaron, recuperar sus gestos, recordar sus actitudes. Y también retomar algunas viejas costumbres como la ronda del mate y hasta algún picadito futbolero aunque la pasión haga poner la pierna fuerte. Porque esas diferencias se acaban en los noventa. El problema es que nadie se anima a tomar la iniciativa. Y entonces, la medianera sigue creciendo, cada vez más alta y alimentada con materiales traídos desde otras latitudes y los primos hermanos sólo se saludan en la calle cuando se cruzan camino al almacén. Pero hay confianza. La historia no termina aquí. Y las cosas compartidas, ayer, hoy y todos los días, alimentan la esperanza. Porque nadie puede pensar que, a pesar de los recelos, no haya posibilidades de construir otras puertas que comuniquen a través de la medianera. O que no haya juego de llaves suficientes y administrados conjuntamente para que las tranqueras no se vuelvan insalvables. Al fin de cuentas, dicen los más sensatos, si hay diferencias no son más que cuestiones de familia.

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