Mié 24.01.2007

CONTRATAPA  › ESCRITOS EN LA ARENA

Lisas y combinadas

› Por Juan Sasturain

Hay cosas que la gilada no sabe, y por eso muchos se hacen una idea equivocada de lo que ha sido el veraneo antes, en la edad de oro digamos. Se lo digo yo, que como bañero tengo muchos años en esto. Hay un momento en que ir a la playa y tomar sol a lo loco pasó a ser una cosa aceptada y empezó la idea de que quedaba bien estar quemado. Porque eso no fue siempre así. Antes, pero antes antes, en los veinte y los treinta, en la época en que las minas aparecen en las fotos todas tapadas, no sólo era por pudor, para que no les vieran las gambas o media teta: era una cuestión de piel. Para las minas tener la piel blanca –como las manos suavecitas, cierta palidez– significaba que estaban bajo techo, que no tenían que salir a laburar, que estaban todo el día al pedo y que no hacían trabajos físicos. Palidez y blancura eran señales de clase o de condición social. Como ser algo gordita, aparecer rozagante: significaba que no pasabas hambre, que te alimentabas, que tenías qué comer. Después todo se daría vuelta hasta llegar a la cosa tan enferma de ahora.

Pero yo estoy seguro de que ese tipo de cambios siempre es, más que cosa de moda, una cuestión de clase. Así, en cierta época, las minas garcas empezaron a aparecer flacas y quemadas, cuanto más quemadas mejor: eso –como antes la palidez– indicaba que tenían vacaciones largas, que tenían tiempo libre para irse al campo o a Punta del Este todo el verano, no simples vacaciones de laburante, quince días apretados contrarreloj. Que se pasaban los meses en la playa o mirando partidos de polo al sol. De ahí ese estilo de flaca requemada, dientes blancos, pelo rubio largo y anteojos oscuros, de bacana o aspirante a serlo.

Vinculado con este asunto del uso del sol, con los colores de la piel y el tostado está la cuestión de la malla. Porque también hay que avisarle a los despistados que ni el bikini ni el bronceador han existido siempre. Parecen boludeces pero no lo son. Habría que escribir un libro sobre los cambios en los usos y costumbres de la playa: sol y sombra, arena seca y arena mojada, carpa y sombrilla: la historia de la tomada de sol. Las minas y la tomada de sol. Porque ése no era un tema de hombres.

Por ejemplo, es claro que –y le hablo con conocimiento de causa– el bañero nunca tomaba sol porque no necesitaba. Tomar sol a propósito era cosa de putos. El bañero, como el tipo de campo, andaba naturalmente al sol y se quemaba; se curtía, mejor. Pero no se paraba ni se tendía a tomar. Y menos, ponerse bronceador. Después sí, en una época había una especie de pomada blanca, que no se disolvía sino que se aplicaba groseramente en la nariz y que quedaba ahí, y que junto a los anteojos negros y el silbato eran los atributos del bañero. Pero eso ya fue un poco después; antes, ni eso.

Cuando apareció el aviso aquel de Coppertone, con el perro que le tironea la malla a la nena y le descubría el culito blanco, la gente no estaba acostumbrada a ese color marrón oscuro; era como a los canarios flauta que les daban zanahoria y se ponían anaranjados. El bronceador era una novedad, una moda, una coquetería de algunas, una mariconada para la mayoría, pero no una necesidad.

Antes todo era más salvaje, la gente se quemaba a lo indio, se pelaba un par de veces por verano sin drama, y a las minitas incluso les parecía que quedaba bien la nariz un poquito despellejada. Era lo más común ver a un tipo colorado a lo bestia porque se había dormido la siesta al sol el primer día de veraneo. Había que aprovechar los días. Y todo quedaba en la anécdota repetida por la mañana en el comedor del hotel de no haber podido dormir casi como una hazaña; se hablaba de las noches de bodas arruinadas porque el novio no aguantaba ni las sábanas, y se intercambiaban recetas caseras de ponerse tomate, un bife, rodajas de pepino... Un asco, pero era así.

Ahora con el verso del agujero de ozono y toda esa mentira, con los treinta tipos diferentes de protección, nadie se anima a tomar sol y los bronceadores se llaman protectores solares o filtros y tienen tantas divisiones y gradaciones que tenés que ir con un medidor de intensidad solar, un reloj y un termómetro a la playa. Puro verso. Pero la consecuencia es que ahora nadie se puede quemar porque es como si fumara, lo miran como un delincuente, un irresponsable, un criminal que se está buscando el cáncer.

Pero iba a otra cosa. El bronceador y la costumbre de tomar sol a lo bestia, con la aparición de las mallas dos piezas trajo cosas nuevas: la mina contrastada, la combinada digamos. Porque están los extremos: antes, con la malla entera, las minas se quemaban las gambas y los brazos y la parte de arriba de la espalda; pero toda la zona de operaciones, digamos, seguía blanquita. Ahora, al revés, cualquiera sabe que en el verano, al deshacer el paquete se va encontrar con una teta mitad y mitad o el triangulito blanco de abajo, porque con las bikinis de ahora el culo prácticamente se lo queman todo: hay una homogeneidad, digamos. Pero las viejas mallas de dos piezas de los cincuenta, anteriores al bikini, tenían mucha tela y te dejaban a la mina a franjas, como si tuviera puesta la camiseta de Boca. Y había a quien con semejante panorama no se le paraba.

Por eso, en el espectáculo estaban las minas blancas, que no te tomaban sol, como Blanquita Amaro, la cubana que hizo una punta de películas y que era como una vaca, un pedazo de carne así, grandota, que movía los cuartos, caminaba con las maracas, daba vueltitas moviendo las caderas y cantaba. Era pesada y muy blanca, no tenía nada de mulata, lo contrario de Amelita Vargas.

La vez que vino a la playa Blanquita Amaro fue a una carpa de la Bristol pero todos se venían en peregrinación a espiarla. Los padres iban con los chicos de la mano. La mina se quedó en la carpa fumando y jugando a la canasta y se metió en el mar una sola vez; después volvió a la carpa, se agarró el pelo con una toalla y se puso una salida con unas palmeras estampadas naranja y verde. Y no tomó sol. Esas minas de escenario, las vedettes de primera, como Nélida Roca, no se quemaban. Y las de los costados, que aparecían más en bolas que la primera, por ahí sí. Claro que para quemarse parejo tenían que tomar sol sin malla y entonces corría la bola de que se iban a Santa Clara del Mar, bien al norte, y ahí en los médanos tomaban sol en pelotas. Pero nunca nadie las vio.

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