› Por Leonardo Moledo
Quizás muchos recuerden los primeros teléfonos celulares, enormes aparatos que daban símbolo de status, que era imposible no ver, y que habrían sido la gloria y el ejemplo de Thorstein Velen o de Menem. Pero como era previsible, a medida que pasaba el tiempo el tamaño de los celulares empezó a bajar y se empezaron a establecer pautas y competencias de miniaturización.
Fueron primero los celulares medios, y luego los celulares minúsculos, hasta que la ciudad de Miniápolis se proclamó centro del celular miniaturizado y emprendió una carrera alocada para conseguir celulares más y más chicos, en lo cual tenía experiencia, ya que había conseguido maravillas con los bonsai y vacas del tamaño de una uña que, sin embargo, debían moverse constantemente para mantener el calor. Pronto aparecieron celulares que sacaban fotos, celulares con armas acopladas, celulares capaces de mantener una seria conversación con un agente de bolsa y pronosticar el derrumbe de tal o cual acción con la misma falta de seriedad que un economista.
Pero éstos fueron barridos por los nanocelulares –una mil millonésima de metro–; los primeros eran, en muchos casos, defectuosos, y no pocas personas murieron a causa de embolias producidas por los aparatos que, al circular por las venas, se atascaban, pero estos problemas pronto se solucionaron, y cualquiera podía tragar celulares sin inconvenientes; los nanocelulares estaban provistos de lectores ópticos y eran resistentes a los ácidos estomacales, de tal manera que alcanzaba con que el que quería hacer una llamada tragara un papel con el número apropiado para que se comunicara y las charla recorría todo su cuerpo (aunque, es preciso decirlo, sólo afectaba al nervio auditivo).
Tampoco fueron pocas las intoxicaciones con celulares, ya que el número de celulares en el cuerpo podía ascender a miles de millones. El secreto de los nanocelulares es que no necesitaban batería alguna y se alimentaban con el calor del cuerpo, el simple calor animal. Circulaban por la sangre y se agolpaban en los tímpanos.
El próximo paso fue el diseño de celulares con receptores biológicos, capaces de penetrar en las células e incluso –solo un lustro más tarde– acoplarse al ADN de las células germinales, de tal manera que la lista de teléfonos guardados podía pasar de padres a hijos, y no importaba perderla, ya que bastaba con un pequeño análisis genético en cualquier centro especializado para recuperarla. Aunque pronto se vio que el sistema no tendría el éxito que al principio se supuso, ya que los números cambiaban con tanta rapidez que guardar las listas era completamente inútil. También se dieron casos de mutaciones genéticas alarmantes, como el nacimiento de bebés con antenas o que sólo mamaban en respuesta a un password que había cambiado desde el original y que los padres no podían activar, lo cual resultaba todo un incordio.
Pero la fiebre de la miniaturización no se había detenido. Si los nanocelulares tenían el tamaño de una molécula grande, poco tardó en buscarse femto-celulares, que guardaban la información y las funciones en un conjunto de muy pocos átomos; esta vez ya ni siquiera eran visibles con el microscopio electrónico, sino que era necesario, para activarlos, o para cambiar sus funciones, y a veces hasta para llamar, acercarse al ciclotrón más cercano, en torno de los cuales se formaban larguísimas colas, mostrando al público la importancia de la ciencia, pero por otro lado deteniéndola, ya que casi todos los científicos disponibles no hacían más que producir cambios en los celulares mediante choques protón-protón a altísimas energías. Quienes formaban la cola, por su parte, debían comunicarse con celulares anticuados o ensayar las perdidas artes de la conversación.
Es menester aclarar que a esta altura de las circunstancias, algunos filósofos se preguntaron si se podía sostener el concepto de que los celulares eran pequeños (ya que sin un ciclotrón cerca no funcionaban), pero sus palabras fueron desoídas por la mayoría de la población. Por otro lado, argüían los filósofos, ¿qué sentido tenía correr hacia un ciclotrón para comunicarse con X si X tenía que acudir al mismo ciclotrón para recibir la llamada, y A y X terminaban encontrándose en la cola?
Pero ¿quién hace caso de los filósofos? Solo restaba dar un paso, solo quedaba una frontera, y ese paso se dio cuando un grupo de neurobiólogos consiguió descubrir la región del cerebro donde se almacenaban las memorias numéricas, las recetas del habla y de la escucha, y logró, mediante la utilización de virus portadores, introducir los nuevos femto-celulares en las neuronas y conseguir que se pudiera marcar con el pensamiento. Por otro lado, hábiles tecnólogos conectaron a cada persona mediante antenas (o en su defecto cables) con los ciclotrones, de tal manera que la tarea se volviera menos pesada. Las antenas, por su parte, eran tan minúsculas, que podían ocultarse en la parte interior de la nariz o en lo que estaba de moda llevar en las orejas.
Ahora la cosa era sencilla: se compraba por unos pocos centavos un frasco de celulares en aerosol, se inhalaban (los femto-celulares iban directamente al cerebro) y el kit incluía la antena intranasal.
Fue el delirio de la comunicación: bastaba con pensar en alguien para comunicarse con él (siempre que se encontrara cerca de algún ciclotrón), y siempre que esa persona no estuviera pensando en alguna otra. En realidad, era una inmensa orgía de pensamiento colectivo en el que se había conseguido algo que ni la razón ni la guerra, ni la más espantosa de las tiranías había logrado nunca: pensar al unísono, una sola cosa, y para toda la vida.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux