› Por Sandra Russo
En su búsqueda ética y estética, el fotógrafo brasileño Sebastián Salgado recorrió el mundo, en especial sus arrabales, buscando vestigios del trabajo humano en vías de extinción. Retrató a mineros, recolectores, campesinos, buscadores de oro, hombres y mujeres rozando el límite de la experiencia del trabajo, y retratándolos también hizo un retrato del mundo en el que vivimos: una esfera recubierta, de un lado, de terminaciones espejadas y netas, llena de chips y datos que viajan en el espacio, y herida, del otro lado, profundamente herida, la esfera y sus habitantes, hombres monos, hombres elefantes, hombres araña, hombres bichos que buscan su supervivencia metiendo la cabeza en todo tipo de cloacas.
Uno de los últimos ensayos fotográficos de Salgado recoge imágenes de niños en escuelas. Los niños de la parte enlodada del mundo. El ensayo apunta a retratar, esta vez, el origen de la inequidad. Pero ahí los vemos. Niños de la India sentados en sillas rotas y con las manos sucias sosteniendo un lápiz. Niños de Irak en un aula bombardeada. Niños de Sudán apoyando en sus piernas largas y desnutridas algún libro fotocopiado. Niños de países pobres, en fin, sosteniendo de diversas maneras la esperanza de aprender algo que los rescate de las fauces de la ignorancia y la pobreza, que son hermanas gemelas, siamesas perversas.
¿Qué es lo que mantiene a la educación como un hito respetado y preservado aun allí donde han caído otras banderas y otras luchas? ¿Qué saber ancestral hace que padres y madres que viven vidas miserables desplacen sus reservas de ilusión hacia sus hijos, y los embarquen en la aventura de la escolaridad?
Hoy los ojos argentinos están fijos en Neuquén. Mataron a un maestro. Sus colegas, sus compañeros, sus familiares, sus amigos, sus vecinos, mucha gente protesta en Neuquén. En todo el país se multiplican los gestos de solidaridad y acompañamiento por el asesinato de Carlos Fuentealba, cuya vida interrumpida por un cartucho policial no parece distraer al gobernador Sobisch de su candidatura presidencial, ya que sobre eso habló en el fin de semana. Minimizó el crimen: había que despejar la ruta.
Me vino a la cabeza el trabajo de Salgado, y me pregunté por los alumnos de Carlos Fuentealba. Si yo fuera Salgado, iría a Neuquén y retrataría a cada uno de esos chicos. Si tuviera el talento de Salgado, lo usaría para que en esos retratos fuera visible la ausencia del maestro. ¿Qué sueños acompañaba Fuentealba? ¿Qué lección marcará a fuego esas aulas en las que los hijos de los pobres intentan todos los días quebrar el destino que tienen reservado? ¿Qué tipo de extraña melancolía se adhiere a esos chicos, como a los otros chicos que retrató Salgado? ¿Cómo se reflejará en sus miradas el asombro infinito por el asesinato del maestro? El crimen de Fuentealba viene a decir una vez más que la escuela, para algunos espíritus obstinados, sigue siendo una trinchera de resistencia contra el peor de los poderes: el que no sólo empobrece, sino que para empobrecer ennegrece las mentes. Fuentealba, como los buenos maestros, era un rescatador de mentes.
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