Mié 18.04.2007

CONTRATAPA

Camperas de cuero negro

› Por Noé Jitrik

Una de mis hermanas era frágil y delicada, apenas se hacía notar o, quizá, se hacía notar por su dificultad de hacerse notar. Le costaba trabar relaciones, y no porque la casa se lo impidiera, sino por su extraordinaria timidez, una actitud que yo no comprendía entonces muy bien, igualmente trabado frente a una vida tan extraña, en la que los demás lo tenían todo o lo que gente como nosotros podía suponer que lo tenían todo. Esa timidez nos hacía dejarla de lado en muchos momentos y hasta nos irritaba, era como que había que correr en su auxilio a cada momento y los momentos en que eso ocurría eran muchos, dada la precariedad de nuestra existencia.

Para lo que quiero contar ahora, una mera imagen de un pasado que regresa infatigablemente, en virtud de esa cortedad no le era fácil trabajar o conseguir trabajo, algo que la familia necesitaba con premura pues, a la muerte de mi padre, era difícil sostenernos. Mi padre murió en 1942 y de ahí al ’45 la vida no fue fácil en la ciudad de Buenos Aires, cuyos códigos de sobrevivencia eran poco claros y más bien hostiles. Pero ella no conseguía empleo, y si conseguía algo, por una razón u otra lo perdía, yo creo ahora que era por cortedad, porque carecía de esa competitividad que se da en ciertos seres sin pensarlo, arrolladores y triunfadores. Visto a la distancia, el triunfo no le estaba deparado, sí la delicadeza y la bondad.

Hacia 1946, creo, consiguió un empleo, me imagino que en las oficinas de una fábrica de caramelos y golosinas que gozaba de cierto prestigio por entonces, en especial entre los niños; la marca era Mu-Mu y nadie que se preciara podía ignorarla. Su esplendor comercial coincidió con la creación de la Fundación María Eva Duarte de Perón, lo que, para lo que quiero rememorar, no es una coincidencia trivial.

En efecto, la Fundación, como se supo en ese momento y aún se sabe gracias a la abundante bibliografía que existe al respecto, acometió, de entrada nomás –en consonancia con la energía de su titular–, una agresiva empresa de distribución de bienes entre miles o millares de necesitados que sólo debían hacer su pedido para que fuera, así se decía, satisfecho de inmediato. La propia titular respondía a los pedidos, un verdadero desfile de bienes que venían a paliar necesidades básicas: una máquina de coser, una bicicleta, chapas para un techo, ropa para niños, alimentos, muebles, los relatos eran constantes y en alguna medida empalidecieron lo que por su lado llevaba a cabo el gobierno mismo, me refiero al propio Perón.

El Estado, o el gobierno, pese a la cercanía de ambos titulares, el del gobierno y la de la Fundación, no debía ser el proveedor de los recursos necesarios para afrontar esa gigantesca tarea. Y debieron ser muchos esos recursos, puesto que, además de la obra de solidaridad social emprendida, se pudo construir una sede monumental, estilo romano, en la avenida Paseo Colón, ocupada por la Facultad de Ingeniería después de la revolución del ’55. Allí operaba el estado mayor de la Fundación, allí estaba su administración, allí estaban los elementos a distribuir y, obviamente, allí llegaban los incesantes pedidos, así como los infinitos solicitantes. La Fundación, hay que decirlo, liquidó sin piedad los viejos criterios de beneficencia que muy pronto fueron cosa del pasado: sus damas patrocinadoras tuvieron que replegarse, no resistieron el empuje de esa mujer que duró hasta que la enfermedad la hizo rendirse.

¿De dónde, entonces, si no del Estado procedían los fondos? Respuesta simple: de donaciones voluntarias que industriales, comerciantes, financistas, ganaderos, estancieros, exportadores, etcétera, volcaban sin especular sobre las cantidades que donaban, aunque se puede adivinar con qué gusto lo hacían. Circulaban rumores acerca de la índole, un tanto compulsiva, de los pedidos pero pocos, casi nadie, se animaba a rehusarse, o la causa era muy noble, o los donantes eran muy nobles o imaginaban lo que les que podía pasar si se negaban. Una de esas empresas así requeridas fue, precisamente, la fábrica de caramelos Mu-Mu donde, precisamente, estaba trabajando mi frágil hermana.

Y ahí comienza la historia: los dueños de la caramelera –se decía que eran socialistas y se sabe lo empecinados que los socialistas pueden ser– se negaron a ser aportantes voluntarios y, como por casualidad, recibieron una visita de inspectores municipales que descubrieron una escandalosa falta de higiene en el establecimiento; según declararon, pululaban las ratas, ni hablar de cucarachas y para qué mencionar moscas y baños inadecuados y depósitos de basura que, según ellos, estaban ahí desde hacía siglos. Procedieron, en consecuencia, a clausurar la fábrica, pese a las protestas de los dueños, que alegaron que hasta la llegada de los inspectores nunca había habido ratas, ni cucarachas, ni moscas ni basura; obviamente, con la clausura el personal se quedó fuera, nadie había, según narraba entre lágrimas mi hermana, a quién reclamar.

Así las cosas, un par de días después mi hermana fue convocada a una reunión que el personal cesante o suspendido o de licencia iba a tener con directivos del sindicato, de la alimentación o no sé muy bien de qué rama de la producción, las designaciones de los gremios cambiaron mucho en las décadas siguientes. Asistió, desde luego, y cuando estaba ahí, junto a sus expectantes compañeros, esperando alguna información o noticia, llegó con ellos, serían tres o cuatro, nada menos que la mismísima Eva Perón.

La impresión debió haber sido grande porque del relato de mi hermana, entrecortado y titubeante, no pude tener una imagen total del personaje, sólo me queda que estaba muy vestida y maquillada, con el típico rodete, los ojos brillantes y una impetuosidad arrolladora en el discurso que emprendió sin más trámite y que versó sobre la inescrupulosidad de los dueños de la fábrica que de ese modo atentaban contra la salud de los niños. Sus acompañantes, vestidos todos con camperas de cuero negro, corpulentos y muy serios, asentían cada vez que levantaba la voz; no hubo calma ni respiro, a nadie se le ocurrió preguntarle nada ni menos vincular el cierre de la fábrica con la negativa a colaborar con la Fundación, yo no podía ni siquiera imaginar a mi hermana enfrentándola, aquella puro fuego, ésta apagada y temblorosa.

Cuando concluyó su discurso le cedió la palabra a un tal Costa, recuerdo muy bien su nombre, a quien llamaba “Costita”, pese a que era un hombre que no pesaría menos de 110 kilos, un remoto predecesor de los llamados “gordos” de la CGT, pero no se quedó a escucharlo; se retiró majestuosamente, acompañada por dos de los tres con los que había llegado y ahí terminó todo, o casi: Costa prosiguió en la vehemencia y les dijo a los consternados trabajadores que no tendrían ningún problema para obtener trabajo en algún lugar más sano, lo cual sería mucho más fácil de lograr si se afiliaban al sindicato y le pedían protección.

De modo, pues, que mi hermana volvió a casa y ya no intentó conseguir trabajo. No mucho tiempo después, cuestión de defensas bajas, murió.

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