› Por Juan Gelman
Un airecillo a segunda guerra fría está tomando más impulso. Para algunos, ya comienza el ventarrón. Las reuniones que el ex director de la CIA y actual jefe del Pentágono, Robert Gates, mantuvo el lunes pasado con el ministro de Defensa ruso, Anatoly Serdyukov, y con el presidente Putin no dieron mayor resultado. El tema: Rusia se opone a la instalación en Polonia de diez sistemas de misiles antimisiles y del radar correspondiente en la República Checa, una nueva etapa de la voluntad de la Casa Blanca de establecer un “escudo antimisilístico” mundial en el que invierte 10.000 millones de dólares cada año. Para Serdyukov, esto constituye “un factor de desestabilización grave que puede tener un impacto considerable en la seguridad regional y global” (Interfax, 23-4-07). Gates trató en vano de aplacar la reacción del Kremlin: ofreció compartir tecnología del sistema. A Moscú, no le basta.
Las razones que esgrime el gobierno Bush no tranquilizan mucho a Putin. Se supone que el sistema antimisilístico está destinado a bajar los misiles intercontinentales que los “Estados canallas” como Irán y Corea del Norte podrían dirigir a EE.UU. El detalle es que ninguno de esos dos países posee misiles balísticos de esa clase y están lejos de conseguirlos. El otro detalle es que la instalación de misiles y radares en territorio polaco y checo acentúa el cerco militar a Rusia que ya comenzó con la construcción de bases norteamericanas en algunas repúblicas ex soviéticas de Asia Central. Si se toma en cuenta que la regla número uno de la política exterior de EE.UU. ha sido y es “atención con Rusia” y que últimamente han recrudecido los ataques a Putin del vicepresidente Cheney otros “halcones-gallina”, la alarma de Moscú se explica.
Washington había prometido en los ’90 que no utilizaría el derrumbe de la URSS para imponer su presencia militar en los países independizados del imperio. Hoy hace lo contrario: un alto funcionario estadounidense que acompañó a Gates en este viaje dijo que “el Pentágono se propone seguir adelante, cualquiera sea la respuesta de Rusia (al ofrecimiento de la Casa Blanca)” (The New York Times, 23-4-07). Para Moscú, la cosa es clara: “Dado que no hay ni habrá misiles intercontinentales (iraníes y norcoreanos), ¿contra quién está dirigido este sistema entonces? Sólo contra nosotros”, declaró el viceprimer ministro Sergei Ivanov, que fue ministro de Defensa durante un sexenio (Finantial Times, 22-4-07). Los rusos temen la realidad que esas palabras sintetizan.
En efecto: aunque diez sistemas de misiles antimisilísticos no son muchos, su tamaño es gigantesco y entraña la construcción de grandes silos de protección. Esto obliga al establecimiento de una base militar enorme, dotada de muchos efectivos y del complemento habitual de una infraestructura para la fuerza aérea. En pocas palabras: EE.UU. pondría su bota muy adentro de Europa oriental y cada vez más cerca de la frontera rusa. Un detalle más: Polonia está comprando 48 cazabombarderos norteamericanos F-16 y Moscú está trasladando sistemas de misiles tierra-aire a Belarús, en las proximidades de la frontera con Polonia. La cuestión toma espesor.
La Casa Blanca negoció directamente con Polonia y la República Checa la instalación de los antimisiles y del radar y esto ha provocado irritación en la Unión Europea, que fue claramente puenteada aunque sus miembros y EE.UU. constituyen la OTAN. Mientras la Unión Europea prepara su propio consejo integrado de defensa y la OTAN combate en Afganistán, hete aquí que Washington trata por separado con checos y polacos y divide al Viejo Continente entero. El ex presidente soviético Mijail Gorbachov –que no se caracteriza precisamente por ser anti-occidental– manifestó que la acción estadounidense persigue el objetivo de influir en y dominar a Europa (www.slate.com, 23-4-07). “Lo que pasa tiene menos que ver con los misiles que con la diplomacia y con la intranquilidad europea acerca del poder y la influencia estadounidense en el continente” (The New York Times, 18-4-07). Y también con la economía globalizada, que EE.UU. necesita controlar para que no se derrumbe el dólar. En su afán de sujetar el planeta con su puño, la Casa Blanca no perdona ni a sus amigos más fieles.
Rusia, fortalecida ahora por el alza de los precios del petróleo, quiere ser nuevamente una potencia mundial y observa las movimientos norteamericanos con mucha molestia, para decirlo gentilmente. En la 43a. Conferencia de Munich sobre las Políticas de Seguridad, que tuvo lugar en febrero de este año, Putin fue inusualmente agresivo con el gobierno Bush. “Hoy asistimos –dijo– a un casi incontenible uso excesivo de la fuerza –la fuerza militar– en las relaciones internacionales, fuerza que está sumergiendo al mundo en un abismo de conflictos permanentes” (www.securityconference.de, 10-2-07). El presidente ruso señaló que se violan cada vez más los principios básicos del derecho internacional y que “un Estado y, naturalmente, ante todo y sobre todo EE.UU., ha transpuesto sus fronteras nacionales de todos las maneras posibles. Esto es evidente en las políticas económicas, políticas, culturales y educativas que impone a otras naciones. ¿Quién está conforme con eso? ¿Quién está contento con eso?”. Por supuesto, W. Bush.
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