› Por Washington Uranga
En la Argentina, un viaje, así sea dentro de la ciudad, requiere de altos niveles de previsión para sortear “imprevistos”. Un traslado dentro del área del Gran Buenos Aires que “normalmente” (aunque nadie pueda decir cuál es el parámetro para evaluar la “normalidad” en este rubro) debería insumir veinte minutos, puede convertirse en una hora o dos como consecuencia de, llamémosle “n” factores que no es preciso enumerar porque son por todos conocidos. Muchos más si se trata, en los tiempos actuales, de un viaje en avión. Sobre la base de muchas experiencias anteriores me dispuse a viajar a Mar del Plata, para una jornada de trabajo el viernes. Utilizando otros parámetros de “normalidad” me habría tomado un avión el viernes por la mañana para regresar el mismo día por la noche. Pero la “experiencia” me llevó a reservar un vuelo para el jueves por la noche. “Llegamos, dormimos bien y trabajamos desde temprano”, le dije confiado a mi compañero de viaje.
Los sobresaltos comenzaron desde muy temprano. Para tomar un vuelo que salía a las 19.50 partimos a las 18.10 del Obelisco. Embotellamiento en la 9 de Julio, y luego en la autopista Illia. A las 19.30 todavía estábamos a 800 metros de la Costanera en medio del embotellamiento. En ese momento le pedí a mi colega que hiciera una llamada a Aerolíneas Argentinas para saber si el vuelo estaba en horario. “Con todas las demoras que hay, quizás hoy esto juegue a nuestro favor”, me dije pensando en salir favorecido alguna vez de lo mal que andan ciertas cuestiones en el transporte. “El vuelo está en hora, pero tirate el lance”, le contestaron con precisión técnica en la compañía. Nos “tiramos el lance” y, exhaustos, llegamos ya sin esperanzas de volar al mostrador de la compañía a las 19.50... la hora de partida del avión. Nos atendió una empleada que con suficiencia nos dijo: “¿No vieron el aviso?”. Levanté la vista para observar la pantalla: “Destino: Mar del Plata... consultar compañía”. Bajé nuevamente los ojos para “consultar a la compañía”. “No tenemos hora de salida estimada”, me contestó la representante de la compañía. Bueno, me dije, por lo menos vamos a viajar. Una hora después volvimos para consultar a “la compañía”: “El vuelo está estimado para las 22.50”. Ahí comencé a pensar que “mi suerte” no había sido tanta. Experimentado en estas lides, y después haber pagado $ 4,90 por un café, decidí que me merecía una atención de la compañía: reclamé un vale para la cena. El empleado de la compañía accedió, pero actuando de manera suficientemente discreta como para que el resto de los pasajeros no se percataran. El lema de la compañía es “el que no llora no mama”.
Estaba comenzando a disfrutar del austero menú oficial de la compañía cuando aparecieron en el restaurante varios empleados rescatando pasajeros porque “el vuelo sale ya”. ¡Vaya planificación! Con resignación intenté que no se me quedara atragantada una papa frita y salí con media milanesa atravesada camino al avión. Veinte minutos después de estar a bordo el comandante tomó el micrófono para decir que “el aeropuerto está cerrado hasta nuevo aviso y debemos esperar para partir”. Pasaron otros quince minutos y –¡aleluya!– el mismo comandante nos anunció que todo estaba en orden. Me ilusioné. Despegamos. Veinte minutos más tarde, después de una vuelta de reconocimiento aéreo sobre Puerto Madero y alrededores, estábamos aterrizando. ¿En Mar del Plata? No. En Aeroparque. Veinte minutos en la pista... “porque no hay rampa”. Quince más... “porque estamos esperando que lleguen los ómnibus”... Y diez más mojándonos en la pista... “porque estaban cerradas las puertas del edificio de la terminal”. Y otra vez “consulte a la compañía” que, en realidad, no tenía idea de lo que ocurría. Pasada la medianoche, el vuelo apareció “cancelado” y comenzó una suerte de guerra de consumidores intentando reivindicar sus derechos: que un lugar en el vuelo de mañana, que un hotel, que un remise... Mientras “la compañía” indicaba que no tenía que hacerse cargo de nada por esto y por aquello. Pensé en otras luchas, por la liberación nacional, por los derechos de los trabajadores, y ésta, de los derechos del consumidor. Digresiones de los tiempos presentes. A las dos de la mañana logré apoyar la cabeza en una almohada con la esperanza de dormir cuatro horas y volver a salir para el aeropuerto. Ya habían quedado atrás mis pretensiones de comenzar despejado una jornada de trabajo en Mar del Plata. Pero, bueno, por lo menos voy a llegar. Eso creí. A las seis y media, otra vez en Aeroparque. El vuelo salió “apenas” con dos horas de retraso.
Habría sido un episodio más en la batalla del transporte. Cuando llegamos a Mar del Plata, ciudad turística por excelencia, no había taxis, ni remises. Demora estimada: cuarenta minutos. Exagerando nuestras precauciones, averiguamos por el vuelo de regreso (previsto para las 19.20) e hicimos nuestro chequeo anticipadamente, mientras esperábamos que apareciera un auto para ir a la ciudad. Rearmamos la agenda del día y pudimos cumplir con nuestras obligaciones. A las 18.20 estábamos en el aeropuerto para iniciar el retorno. “Vuelo a Buenos Aires... consulte compañía.” Lo hicimos. No dijeron que “no hay estimación”. La estimación llegó una hora después. El vuelo saldría... de Buenos Aires a la 0.30 del sábado. Con suerte estaríamos en Aeroparque de regreso a las 2.30. Decidimos reclamar nuestros derechos de consumidores. Con la misma discreción del día anterior, un empleado nos habilitó un vale para el restaurante. Para entonces ya habíamos decidido convertirnos en “agitadores” de la causa de los consumidores y alentar a todos los pasajeros desprevenidos de sus derechos. A medianoche, el jefe de base de la compañía nos informó que “el vuelo está cancelado y quienes quieran hacerlo pueden ir a tomar un colectivo a la terminal antes de las 1.30, que sale el último”. “Un hombre de recursos”, reflexioné. Los que así no lo quisieran podrían optar por un vuelo de la compañía... el sábado a las tres y media de la tarde. Ante la queja de los usuarios, el hombre, muy identificado con los intereses de sus patrones, comenzó a argumentar que “todo esto se produce por problemas políticos”; y nosotros, por “la compañía”, tenemos que “sufrir las consecuencias”. Habló de los radares, de la infraestructura y otros temas. Por alguna razón omitió cuestiones como la desinversión, la falta de aviones y de mantenimiento de los existentes y el maltrato permanente de “los usuarios”, que además de consumidores son seres humanos y, salvo excepciones, trabajadores. Un ejemplo más de las peripecias y aventuras del transporte en la Argentina de hoy. ¡Ah! Llegamos a Buenos Aires al día siguiente y, al aterrizar en Aeroparque, la aeromoza nos agradeció “haber elegido nuestra compañía”. De nada.
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