› Por Juan Sasturain
En la Feria del Libro –lo hemos comprobado estas últimas populosas semanas– hay cada vez más libros, cada vez más gente y es cada vez más feria. Quiero decir: se han ido acentuando los dos elementos en conjunción –los objetos libros y la situación feria– hasta llegar a proporciones absolutamente desmesuradas. Sobre todo en lo que respecta a la situación de feria. Y no está nada mal ni es raro que suceda. Parece ser el curso habitual de este tipo de cosas, ya sea la festividad de San Cayetano o la vigilia frente al ocasional domicilio donde se recupera Maradona. Entre nosotros, cualquier saludable convocatoria –para ver libros, para pedir trabajo, para confortar a Diego o para lo que fuere– naturalmente crece y crece, se desparrama, se diversifica, se convierte paulatina o repentinamente en acontecimiento social, reunión en que uno va a ver qué pasa, distraerse, encontrarse para compartir, hacer negocios o simplemente estar ahí.
Los puristas y biempensantes sostienen, ante este tipo de fenómenos –que no son tales–, que las cosas se desnaturalizan. Creo que no es así. Lo desnaturalizado o antinatural es pretender encerrar el acontecimiento, acotarlo para que pase solamente lo que se supone debe pasar. Que un evento –palabra espantosa– se case con una fecha, tome posesión de un espacio y le cierre el sentido; que un día en particular se “dedique” a recordar, conmemorar o practicar evocaciones o ritos precisos –con exclusión de otros– respecto de hechos y personas supuestamente perdurables, eso es precisamente lo antinatural. En esta sociedad secularizada, la mayoría de los llamados feriados –fiestas de jolgorio o de guardar–, por no decir todos ellos, han derivado en huecos ociosos, simples pausas en el trabajo y la obligación que se han de rellenar como se quiera. Sea el 1º de Mayo, el 12 de Octubre, la Pascua o el 20 de Junio. Cuando la fiesta patria o religiosa se convierte en pretexto de feria es que simplemente la vida –multiforme, ocasional, desbordada de todo cauce u obligación formal– ha recuperado su lugar, como el pastito que crece, después de un tiempo de desuso o abandono natural, entre los impuestos adoquines.
Toda esta reflexión más o menos obvia viene a cuenta y cuento de lo que hemos visto en la Feria del Libro en estos días. El viernes pasado, jornada de pasión de multitudes, nos tocó deambular por ella un montón de horas y en principio comprobamos lo ya sabido: ningún escritor puede ni siquiera aspirar a conseguir la mitad de la atención y de la cola ansiosa del ya tradicional fernet. Y ahí estuvimos, firmes como siempre con nuestro vasito de plástico. Pero eso no fue novedad ni fue todo, ya que nos tocó asistir a un fenómeno maravilloso: la apoteosis de los luchadores.
Fue así: convocados por una filmación en el lugar, tres fornidos muchachos integrantes de una troupe televisiva y caracterizados de rudos personajes –La Masa, el Escocés y Rodwailer, según me enteré– se convirtieron durante un par de horas en el polo de atracción de chicos y grandes, se sacaron todas las fotos digitales imaginables, firmaron autógrafos (y libros, si se los ponían delante...), fueron motivo del módico escándalo y la sonrisa equívoca de maestras y profesores que veían cómo sus contingentes de uniformados educandos rompían filas, expectativas, librescas esperanzas y formales convenciones para estar un momento junto a los musculosos héroes del ring. Un espectáculo: la feria, el espíritu de feria, se imponía con la saludable naturalidad con que el río retoma su cauce una vez roto todo dique u obstáculo artificial.
Claro que la posibilidad de ese espectáculo tan curioso, espontáneo y verdadero no es patrimonio de este tiempo y lugar. Hay un cuadro increíble del viejo Brueghel, La subida al Calvario, maravilloso e incisivo como todos los suyos. En el medio del lienzo de 1,24 de alto por 1,70 de ancho, atiborrado de gente, la figura de Jesús lidiando con la cruz camino al monte pelado que se ve al fondo, arriba a la derecha, es un detalle casi; adelante está la Virgen desconsolada; el resto son hombres, mujeres y chicos haciendo su vida, la de todos los días –jugar, pelear, comerciar, distraerse–, convocados a la calle, al campo, por la novedad de los crucificados, apenas un pretexto para estar ahí, haciendo cada uno lo suyo.
Pintado en 1564, ahí ya está todo.
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