› Por Sandra Russo
Me gustaría retomar, ya sin hablar de ningún candidato, el tema que abordé en otra contratapa, esta semana. Es extraño, aunque tiene una explicación sencilla, que el tema del conurbano casi no haya aparecido como tema de campaña. El conurbano le crea problemas y dilemas a la ciudad de Buenos Aires. En rigor, algunos de los problemas y algunos de los dilemas más inquietantes. El desborde de pobres e indigentes del conurbano irrita a los porteños. Por lo menos, a los que engrosarán el porcentaje del candidato que según las encuestas será el más votado. Ese sector está engrosado con los taxistas prototípicos cuyas mentes formatea Radio 10, y esa clase media baja que desde el principio de la argentinidad lucha por unir su suerte a la clase alta, en lugar de advertir que el menemato, mientras ellos se distraían con paraguas rusos y mermeladas húngaras, unió su destino a los pobres.
Es de antiguo que la clase alta provoca fascinación en amplios sectores que han sido sucesivamente apaleados. En este país que no tiene nobleza, lo más parecido a un noble es alguien con más de seis o siete generaciones argentinas. La gente con la que trabajamos, nuestros amigos, los compañeros de nuestros hijos, suelen ser argentinos de tercera o cuarta generación. Vientos de Agua, esa fabulosa miniserie de Juan José Campanella, puso en acción aquella construcción de una nacionalidad, partiendo de un punto decisivo y a mi juicio genial: el primer capítulo fue subtitulado, porque transcurría en una oscura mina de Asturias. Se hablaba un dialecto. Abrir la dimensión del relato a la época inmediatamente anterior a que nuestros abuelos se subieran a los barcos permitió incluir un elemento de juicio central para analizar lo argentino. No sólo venimos de otra parte: venimos de otra lengua.
Cada cual con su historia, sabrá qué muletillas familiares se salvaron de la sobreadaptación a la que fueron expuestos esos millones de hombres y mujeres que escapaban de la guerra y el hambre. Por un lado, ese venir de otra lengua explica un poco nuestra manía de malentendernos. Nuestra gestualidad exagerada y nuestra tendencia a ponernos de acuerdo sólo entre pocos, quizá provenga de una dificultad relacionada con nuestra primera frustración como argentinos: no había una lengua madre, y lingüísticamente no somos hermanos.
En filosofía, hay quienes sostienen que la condición humana sólo alcanza la generosidad o la solidaridad cuando logra sobreponerse, a través de un esfuerzo intelectual, al impulso de ser hostil al otro. La hostilidad sería lo que nos viene dado. La hospitalidad es hija de una creencia. Que todos los hombres, mujeres y niños tengan los mismos y exactos derechos ante la ley, y las mismas oportunidades de sobrevivir es una creencia a la que uno puede adherir, o no.
En política, ahora que las categorías de derecha y de izquierda son simplistas, podría pensarse que un nuevo dique separador de aguas es la creencia o la no creencia en que todos los hombres, mujeres y niños, sólo por haber nacido, son portadores del derecho a la dignidad humana. Después vendrán los matices sobre cómo operar sobre la realidad para que eso suceda. Trotskistas y peronistas, por ejemplo, pueden compartir esta creencia, pero se dan de patadas a la hora de elaborar estrategias para alcanzar un objetivo. No tienen nada que ver, claro que no tienen nada que ver, pero yo creo, al menos, que una buena persona trotskista y una buena persona peronista compartirían la idea de que todos, hayamos nacido en la clase que fuere, tenemos el mismo derecho a una vida respetuosa y respetable.
Lo que aparece como un dato estremecedor es que vivimos en una ciudad en la que la mayoría de la gente no comparte esa creencia. No lo dicen públicamente, y hasta es posible que tampoco lo digan privadamente, pero no creen que ese cartonero que les hincha las pelotas porque tiene la parada en el frente de su casa tiene los mismos derechos que sus propios hijos. No se les ocurre pensar en los hijos de ese cartonero. No los incomoda el confort de su casa sabiendo que ahí nomás hay gente que tiene frío y que tiene hambre.
Se piensa más en la suciedad de las veredas de Buenos Aires que en el motivo real de esa suciedad, esto es: que a pocos kilómetros haya un ejército de hambrientos que debe revolver sobras cada noche.
En estos tiempos en los que la política carga con la mala prensa que le han hecho los que cada cual a su turno hacen política para seguir haciendo dinero, en estos tiempos en los que siguen desfilando por la pasarela algunos tipos impresentables, en los que todos hemos sido mentalmente licuados por los ’90, me pregunto, viviendo en Buenos Aires, si quiero vivir en una ciudad inclusiva o expulsiva con los débiles. Yo creo que es una pregunta central, éticamente central, y políticamente relevante.
La política es pura escoria si no tiene una zanahoria dorada por delante. Y si algún anhelo político debería ser compartido para sentir entre muchos que alguna épica es posible, es la de votar en Buenos Aires pensando en Buenos Aires pero también en esas miles de personas que nos visitan a diario. ¿Los incluimos en nuestras preocupaciones? ¿O los expulsamos y nos deshacemos de nuestra responsabilidad con ellos?
Todo lo interesante termina siendo siempre un tema de conciencia.
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