› Por Juan Sasturain
“No me importa lo que digan /
lo que digan los demás... /
Yo te sigo a todas partes... /
Cada vez te quiero más.”
Anónimo popular bostero
No me da el tiempo ni tengo la tranquilidad necesaria; son casi las once y media de la noche y Román –tras toque de Ibarra– acaba de cruzarla al segundo palo y parece que la Libertadores vuelve a la Argentina. Me gustaría poder poner en ordenados términos lo que experimenté, lo que pensé hoy. Porque por motivos de obvia coyuntura, hoy Boca es el tema. Aunque en realidad, para los apestados de fiebre futbolera como el que suscribe, lo es habitualmente: Boca nos ocupa y preocupa incluso más allá de lo que seríamos capaces de admitir. Estamos pendientes de cómo le (nos) va, cómo sale/salimos cada vez que juega/jugamos. Hablamos en primera del plural, ganamos o perdemos con Boquita: somos “de Boca” con toda la enormidad y el despropósito de semejante declaración de alienada pertenencia. Quién sabe qué carajo pone uno en semejante entrega de afecto, energía y emociones, pero es así. Pero sin duda que hay razones –supongo que son ésas del corazón– para que nos pase lo que nos pasó antes, esta noche, la próxima, siempre y cada vez, desde que nos acordamos.
En síntesis y de apuro: me animo a sostener aquí que hay una razón bostera, una forma, una lógica, una manera de mirar y sentir el fútbol –pasión, juego y competencia– que puede y merece ser analizada con pretensiones de objetividad y alguna certeza, más allá de que la reiterada apelación al “sentimiento” –y a su fotocopia quemada, la “pasión”– en tanto primer y aparatoso fenómeno observable suelan desviar, como se verá, la comprensión más fina. Ese desborde emocional que encandila al observador puede servir sin duda como primer dato, pero no tiene por qué ser el lugar de reflexión inicial y menos el corolario último.
Sin embargo, creo que es necesario –en momentos en que Román hace el segundo, de guapo, estirándose entre dos brasucas en el cierre– hacer una introducción negativa, describir la equívocas bases sobre las que se suele sustentar la inexistencia de esa razón. Precisamente, desde la ignorancia y el prejuicio –que suelen ir juntos– se puede suponer que hay errores básicos en el título de estas preliminares reflexiones a calzón quitado y a camiseta puesta. Por eso, primero cabe aclarar que “crítica” no significa necesariamente apreciación negativa, sino que se usa aquí en tanto sinónimo de análisis, estudio, cadena de juicios, a la manera como Kant o Sartre –dos sapientes pataduras– han utilizado la expresión para encabezar sus especulaciones sobre otras “razones”, puras o dialécticas. Y en segundo lugar, la posible objeción de considerar “razón bostera” un oxímoron –ese gesto retórico de ayuntar dos palabras de sentido opuesto o contradictorio– no deja de ser un chiste fácil y revelador de algunos lugares comunes de la pereza intelectual que nos agobia a todos y limita a sus cultores, cierto mediopelo incombustible, y a tantas aves repetidoras de diferente plumaje. De algún modo, a ese tipo de pensamiento y resentidos pensadores están dedicadas estas reflexiones más eruptivas que programáticas.
Precisamente, un buen punto de arranque para pensar qué es o significa en este país “ser de Boca”, es la tesis negadora de esa posibilidad: analizar los supuestos de quienes sostienen la inviabilidad de una “razón bostera”. Al respecto, hay dos variantes. Por un lado, están los que parten de la oposición razón/irracionalidad. En su análisis –desde la soberbia vereda cartesiana, que jamás se pinta de azul y oro–, no puede haber una razón bostera porque “ser de Boca” no es jamás una elección genuina, resultado de un conocimiento –“saber de fútbol”–, sino una mera adhesión espuria, barata e insostenible. La hipótesis subyacente es: los hinchas de Boca no razonan, y, por lo tanto, eligen a partir de variables alienadas e inaceptables para el buen sentido: la necesidad de sumarse a la mayoría (seducción de la dictadura del número: sentirse “la mitad más uno”), el oportunismo de elegir a un habitual ganador que garantiza festejo tupido (cuando no se gana en ningún orden de la vida, brinda satisfacción vicaria); el gusto por las emociones más elementales y primitivas: la seducción de la fuerza, el grito, el colorido (el viejo circo) y, finalmente, la ocasión de cultivar irresponsablemente la pasión más desatada, conseguir el triunfo de cualquier manera y cueste lo que cueste. Detrás de la adhesión a Boca –siempre según sus torpes críticos– están (sólo) estas vulgares motivaciones. El hincha de Boca no piensa y cuando parece que lo hace se trata sólo de un simulacro de pensamiento ya que se mueve casi instintivamente, por impulsos elementales.
Así, las limitaciones del bostero –o del tipo humano que se elige bostero– resultan ser para esta mirada reductora, en términos filosóficos, de tres órdenes: gnoseológicas (incapacidad de conocer, re-conocer la realidad); estéticas (tiene mal gusto, carece de sutileza y sensibilidad para lo bello) y éticas (carece de escrúpulos respecto de los medios para lograr el triunfo).
Claro que por otro lado, y en la aparente vereda o tribuna de enfrente, están los que se salen de la cuestión y oponen la razón no a la irracionalidad sino al sentimiento. Que no es lo mismo: “ser de Boca” sería resultado sólo de “un sentimiento” y, por lo tanto, como gesto afectivo, no puede ser ni necesita ser analizado: se es por un sentir, no por un razonar. Este tipo de postulado es el que ha conseguido más adhesiones: lo que no se explica, se siente. Y esa formulación radical –popularizada después en otros ámbitos y con otras camisetas– ha partido desde el mismísimo campo bostero, orgullosamente postulado. Y se ha ido más lejos: ese sentimiento es amor, es pasión. Y como tal, no rinde cuentas ni las reclama, ni siquiera espera ser correspondido.
No puede causar extrañeza entonces que, en términos groseramente socio-ideológicos, durante décadas Boca fue, para sus detractores, el equipo de los negros –“los negros de Boca”–, una calificación que posteriormente derivó a el equipo de los villeros –“todos paraguas y bolitas”– en tanto esos sectores sociales encarnarían, en sus decisiones, en sus afectos, en sus lealtades, todos los “errores” propios de su condición alienada o irrecuperable. No cabe acotar nada ante la evidencia flagrante del clasismo racista orgullosamente ostentado. No cabe tampoco establecer ningún paralelo con un fenómeno similar en el campo de la historia y la lucha política en la Argentina. Pero no cabe dudas que bosteros y peronistas tienen en común no su composición social sino los argumentos de sus ciegos enemigos.
Así, planteadas las ideas básicas, los lugares más comunes acerca de la condición bostera, cabe señalar el otro dato fundante y revelador: Boca es una divisoria de aguas. Los bosteros tenemos la piel duramente curtida de tanto experimentar –y anoche no fue excepción ni mucho menos– que cuando Boca pierde celebran (casi) todos; y cuando gana, sólo festejamos los bosteros. Quiero decir: el sentimiento/juicio/apreciación antibosteros son directamente proporcionales a la adhesión mayoritaria.
En este momento –son las doce menos tres minutos– suenan las sirenas más cercanas, Boca es campeón de la Libertadores. Quede esta introducción precaria y apurada a la Crítica de la Razón Bostera que nos debemos aún.
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