› Por Rodrigo Fresán
UNA La otra noche volví a verla. Una –otra– noticia sobre ella en alguno de esos programas de prensa rosa encendido. Nuevas noticias viejas. Da igual: una pelea con Lindsay Lohan, una salida con Britney Spears, una reconciliación con su amiga Nicole Richie, un rumor de romance fresco instantáneamente marchito, la entrada o salida de prisión, el lanzamiento de un nuevo producto llevando el mismo nombre de siempre: el suyo.
Porque hay que decirlo: el nombre de Paris Hilton es un gran nombre, el más googleado, una marca perfecta, una droga muy adictiva, una contraseña inolvidable, algo que combina lo mitológico/amoroso con lo dinástico/hotelero, lo mejor del Viejo Mundo europeo con la potencia del Sueño Americano realizado. Sí, lo mejor que tiene Paris Hilton es su nombre. Lo único bueno que tiene dirán algunos, pero yo no estoy tan seguro...
DOS Lo de Paris Hilton es más complejo. ¿Qué nos ha dado esta rubia larga, un tanto zombi, con mirada envasada al vacío y sonrisa de Gioconda tonta? Supongo que la respuesta es rara y que la respuesta es todo y nada.
Paris Hilton –hasta donde sé, rubia auténtica a diferencia de Evita, Marilyn Monroe y Madonna– será para muchos el perfecto y definitivo espécimen de tarada de cabellos claros. Alguien de quien reírse mientras se la señala y se la desprecia. Pero lo de antes: yo no estoy tan seguro. Para empezar: Paris Hilton –para ser alguien que despierta tantas burlas y carcajadas, días atrás fue insultada por una presentadora de los premios MTV con una saña bestial– se ríe demasiado, se ríe todo el tiempo. Y cabe sospechar que se ríe de nosotros.
TRES Y mientras no deja de reír, de pasarla bien, de festejar su último cumpleaños varias veces en varias ciudades, de buscarse un novio millonario y griego que se llame Paris (para extraviarlo casi enseguida), de aparecer en todas partes al mismo tiempo exhibiendo su pálida carne de paparazzi, Paris Withney Hilton –nacida el 17 de febrero de 1981, modelo y actriz y escritora según la Wikipedia quien, además, le endilga el rótulo de celebutante: mutación de celebrity y debutante– no deja de malgastar dólares pero también de enriquecerse con el negocio de ser ella misma. Y ahí está la cuestión: ¿Quién es Paris Hilton? O mejor dicho: ¿Qué es Paris Hilton? ¿Cuál es la resultante de sus líneas de artículos de belleza, de su disco tan malo que vende tanto, de su participación en películas de terror clase Z (que le valió un premio al “Mejor Grito en Escena” en el 2005 y a la mejor “Actuación Asustada” del 2006), de su video X-RATED titulado ingeniosamente A Night in Paris con chico de turno filmado en la habitación de un hotel de la competencia, de su reality-show en el que se expone a los grandes peligros de la vida en una granja de baja estofa, de su anuncio de ayuno sexual, de su juego para teléfono móvil, de sus ganas de ser astronauta de luxe, de su futura serie de dibujos animados contando su vida y la de su segundona hermana Nicky y la de su espantoso perrito Tinkerbell al que le dedicó todo un libro? Sumar todo lo anterior y obtener el paradójico resultado de que Paris Hilton es el todo y la nada, materia más primal que prima, la fama de ser famosa, el perfecto y definitivo y absoluto sueño húmedo y pesadilla seca de Andy Warhol. Porque Paris Hilton no sólo ha probado aquello de que en el futuro, en este presente milenarista, todos serán famosos por quince minutos sino que, además –tal vez por culpa del agujero de ozono, del efecto invernadero, de la despiadada acción del hombre sobre el cutis del planeta– los minutos pasan cada vez más y más y más despacio.
CUATRO Entonces ése es su mérito. Ser aquí y ahora. Me cuesta imaginarla como juguete de Calígula o cortesana de los Borgia o como pin-up de ese oscuro Hollywood dorado con rubias platinadas y dalias negras. Mucho menos como uno de los “cisnes” a los que era adicto Truman Capote. Le falta crueldad y malicia y, sí, belleza. No: el gran mérito de Paris Hilton –polimorfa y perversa, placer culposo, perfecto tema para The E! True Hollywood Story o The Life of the Rich and Famous, repitiendo su mantra “That’s hot!” cada cinco segundos– es la de definir los tiempos en que vivimos. Al igual que cada país –en especial latinoamericano– tiene el presidente que se merece, cada época recibe la celebridad que la define, la forma y la deforma. Nos merecemos a Paris Hilton y no es válido –como hizo el Dr. Víctor Frankenstein– indignarse y desconocer al monstruo que hemos creado.
Y todo parece indicar que la cosa va para largo y que Paris no tiene la menor intención de acortarla y que seguirá haciendo eso que sólo ella sabe hacer. Algo que –a falta de un verbo mejor– definiré como parishiltonear.
Poco y nada me cuesta –dentro de unas cuantas décadas, luego de numerosos transplantes y cirugías, habiendo recorrido un largo camino, muchacha, con ese andar elástico y esos dientes de leona desganada que siempre acaba de comer– imaginarla agonizando en la cama de una recámara formidable de su formidable Xanadú, dispuesta a exhalar su último aliento y pronunciando dos últimas palabras que no despertarán duda o crearán misterio alguno. Nada de trineo, nada que se extrañe de un pasado distante, ninguna epifanía final sobre el tiempo perdido. No. Paris Hilton se limitará a pronunciar un Paris Hilton. Su nombre y su marca para después morir con la más feliz de las sonrisas frente a una cámara que la estará filmando para que podamos verla, enseguida, por fin, descansar en paz sin que eso signifique necesariamente nuestro descanso.
Ya se lo advirtió Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca: “Siempre tendremos Paris”.
CINCO Y mientras escribo esto se anuncia su inminente puesta en libertad –a mitad de condena– debido a su “extrema delgadez”.
Ya puedo verlo: los flashes a la salida y ella sonriendo y riéndose y pensando ya en el libro –que escribirá otro pero que firmará ella– sobre toda esta experiencia en la que, dicen (seguro que, ahí mismo, le recomendó una crema para su cutis y un coiffeur para su barba) vio a Dios o algo así.
Ya saben.
Está suelta. Otra vez.
Y nosotros –inocentes pero cómplices, convencidos ingenuamente de que el que da de comer es el que está libre– seguimos pensando en que la vemos desde el otro lado de los barrotes de su jaula.
Dorada, por supuesto.
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