› Por Sandra Russo
Galeano es conocido como Galeano, y rara vez se pronuncia su nombre de pila. No hay otros Galeano en la vida pública, así que uno no debe estar aclarando que se trata de Eduardo y no de otro. Y ese accidente de la realidad hace que Galeano sea nombrado sólo por su apellido que, yo creo, para muchos suena como el nombre de un planeta.
Leí hace poco que decía John Berger que cuando un escritor tiene un estilo fuerte y depurado, lo que dice y cómo lo dice no pueden separarse. Hay una cópula entre forma y sentido cuando el escritor hace del estilo lo mejor y lo más difícil que se puede hacer con él: construir un mundo.
Si uno menciona el estilo de Galeano, los interlocutores, y ni siquiera hace falta que lo hayan leído, comprenden que uno habla de textos transparentes y oscuros al mismo tiempo, muy cortos, casi sin músculo: Galeano trabaja con las palabras como huesos. Las elige quizá sin elegirlas, no sé cómo es su método de trabajo, pero probablemente Galeano se haya ido conociendo a sí mismo a medida que les sacaba palabras a los textos después de haberlos escrito. Probablemente ese ejercicio de desmalezamiento en sus textos le haya venido de una necesidad estética y al mismo tiempo ética. Dejar el hueso de la palabra, el hueso chupado y lavado, el hueso con el sentido último de la palabra, aquello que la palabra no puede dejar de ser: es a través de esa operación de máxima limpieza que la prosa de Galeano es generosa; muestra hueso de palabra para que en los ojos de quien lo lee florezca espléndida la carne. Galeano no busca lectores: busca con quién tomar su comunión. Y estoy segura de que aunque ésta sea una palabra que tiene enagua católica, Galeano comprenderá a qué me refiero. Del hueso de la palabra comunión necesitamos todos agarrarnos, antes que nada, para entrar en el universo Galeano.
En ese universo hay olores y climas y conversaciones a veces sin sentido, como de parábola china, que lo dejan a uno desacomodado. Hay viejos y mendigos, pobre gente que sin embargo no se autocompadece y es protagonista, muchas veces, de historias mágicas, aunque la magia del universo Galeano tiene poco que ver con magos que convocan palomas. Esta magia que sobrevuela a las criaturas vulnerables de Galeano es de otro orden. Quizá del orden de la justicia. O de la libertad.
Su mirada concentrada en la América pre o poscolombina, su mirada concentrada en la guerra de Irak. Dos escenarios y tiempos completamente distintos, y no obstante qué placer encontrar esa misma mirada, atenta siempre a los detalles que nos narran la verdadera historia.
Sus textos breves, o sus textos brevísimos, no hacen más que profundizar el estilo que nombra su apellido. Los huesos de las palabras pesan mucho, y a veces no le hacen falta más que tres o cuatro líneas para crear una situación completa, con pasado, presente y futuro, con perspectiva y foco, con ideología, con piedad o con rabia.
Si algo puede afirmarse de Galeano es que de los escritores de su generación y de varias otras, es el que más ha esculpido la palabra. Las ha tomado de a una. Homeopáticamente, quizá para devolverles, con muchos anticuerpos, el sentido que les fue arrebatado por el tiempo, claro, pero sobre todo por el poder.
En ese sentido, el trabajo político que ha hecho Galeano con las palabras todavía está por reconocerse. Alguna vez se tendrá en cuenta, al hablar de él, que además de ser un escritor magnífico, Galeano jamás ha dejado de escribir una línea sin operar sobre el lenguaje y desenmascararlo, sin liberar para sus lectores las palabras que eran rehenes de otros significados.
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