› Por Fernando D´addario
El lunes pasado fui a ver Nueva Chicago-Tigre, sin ser hincha de ninguno de los dos equipos. El interés por el partido tenía un innegable ingrediente deportivo –la definición del último descenso al Nacional B–, pero respondía también a una realidad extrafutbolística: se trataba, a priori, de un choque caliente, dentro y fuera de la cancha. Llegué a Mataderos guiado por esa clase de adrenalina que convoca silenciosamente a la violencia. En algunas personas, la compulsión patológica se manifiesta participando activamente en hechos de sangre; en mí, como en tantos otros futboleros que conozco, ése instinto agresivo, no siempre verbalizado, se detiene en una fase anterior: la del morbo, más compatible con nuestra condición de ciudadanos de clase media.
La previa al partido estuvo plagada de estímulos que preparaban el diseño de la escenografía bélica: el mozo de una parrilla cercana a la cancha –a la que concurrí con la complacencia hedonista de quien se dispone a vivir una tarde memorable– tuvo la gentileza de prevenirme: “¿Vos sos de Tigre? Tené cuidado porque éstos –por los de Chicago– los van a matar a todos...”. El aviso, lejos de amedrentarme, alimentó mis deseos de llegar cuanto antes al teatro de operaciones. En la esquina del estadio, un policía, tras el cacheo de rigor –que pretendí evitar mostrando mi credencial de periodista–, asumió de antemano el fracaso de su gestión: “¿Vos vas a dejar la bicicleta acá? Te la van a afanar...”.
Prendí la radio, para aclimatarme. De un zapping que duró no más de cinco minutos extraje expresiones como “Los dos equipos van a jugar este partido a muerte”, “Esperemos que todo transcurra por los carriles normales del fútbol”. Me senté en la platea animado por una expectativa que, conjeturo, no debía ser muy diferente de la que abrigaban los fanáticos del circo romano. El fútbol –me refiero al juego, a la pelota– pasaba a ser una circunstancia protocolar. Las tribunas intercambiaban amenazas (“Lo esperamos al Matador –así se lo conoce a Tigre– / los vamos a matar a todos la reputa madre que los parió...”), naturalizadas por ese desatino que tanto nos gusta, llamado “folklore futbolero”. Las hipótesis de conflicto estaban repartidas entre lo que pudieran proponer las respectivas barras, las previsibles bravuconadas del técnico local –Ramacciotti– y la posibilidad de que a algún jugador se le soltara la cadena y desencadenara alguna batalla dentro de la cancha. Los gritos que salían de la platea incorporaban otro potencial protagonista: “¡Bassi (que era el árbitro), cobrá bien porque hoy de Mataderos no te vas!”, se le escuchó decir a una señora a la que nadie podría tildar de barrabrava.
Cuando pasó lo que todos saben, entre los gases lacrimógenos busqué y encontré la salida. Después de rescatar la bicicleta que milagrosamente había sobrevivido atada a un poste de luz, en lugar de encarar para mi barrio fui a buscar un nuevo foco en la ruta de la barbarie. Cobarde como soy, pero aferrado a esa pizca de perversidad que suele afectarnos a los periodistas, me dirigí por Avenida de los Corrales hasta la General Paz. Llegué para contemplar los despojos de la guerra: dos micros destrozados (todavía no los habían incendiado, pero en eso andaban), piedras y botellas rotas esparcidas por la calle, autos con los vidrios destrozados. Un vecino indignado, con el gorrito de Chicago, compartía conmigo su condición de consternado espectador de lujo: “Estos son unos salvajes, no se puede seguir así, la cana no hace nada”. Después de aportar algunos detalles anecdóticos, remató su intervención: “Eso sí... no sabés cómo corrían los putos de Tigre... no se les veían las patas...”.
Dejé para el final esta historia (no puedo asegurar su veracidad, pero sí su verosimilitud) que me contó un fotógrafo amigo: hace muchos años, después de un partido entre Boca y Chicago se enfrentaron las dos barras. Prevaleció la Nº 12; en la dispersión final, un hincha de Mataderos, de repente, se vio cercado por sus rivales. Perdido por perdido, optó por la heroica. Se ató al árbol más cercano con la bandera verde y negra que no estaba dispuesto a entregar a sus enemigos. Cuando llegaron los de Boca, lo molieron a palos hasta desvanecerlo. Uno de los atacantes empezaba a desatarlo para dejarlo tirado y llevarse la bandera como trofeo de guerra, pero un bostero jerárquico lo frenó: “Dejale el trapo, que se lo aguantó”. Me pasó algo con esta anécdota. Cada vez que se la conté a alguien ajeno al fútbol, reaccionó con hilaridad, como si se tratara de un chiste absurdo. Es cierto: hay mucho de ridículo en eso de dejarse reventar a trompadas por una bandera. Pero en rueda de amigos futboleros, en madrugadas de asado y vino, la historia transmitía un sentimiento de épica contagiosa. A más de uno, inclusive, se le puso la piel de gallina. Ninguno de nosotros tiró jamás una piedra. Eso es cosa de vándalos.
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