› Por Fernando D´addario
Hay dos maneras de atenuar el carácter de “no lugar” que el antropólogo Marc Augé atribuyó a los aeropuertos: esperar la llegada de un equipo campeón de fútbol o ser testigo/protagonista de una amenaza de bomba. El arribo del seleccionado juvenil Sub-20 coincidió días atrás con la aparición de un bolso muy sospechoso, confluencia casual que evaporó por un ratito esa sensación permanente de anonimato en tránsito que genera Ezeiza.
Hace algunos años fui el eje de un episodio similar. Pero no ocurrió ni en Ezeiza ni en Aeroparque, sino en Tel Aviv, donde –como pude comprobar– no se jode con estas cosas. Una delegación de atletas israelíes estaba embarcando rumbo a Estambul, que era también mi destino. Como me suele ocurrir en cualquier ámbito y circunstancia, había llegado tarde al aeropuerto, aunque con un atenuante: mi viaje en bondi desde El Cairo, a través del desierto de Sinaí, se había demorado por unos controles de rutina (debí haber previsto que pasar por el costado de la Franja de Gaza requeriría ciertos cuidados a los que yo, acostumbrado a los embotellamientos en Puente La Noria, no estaba habituado). Mi apuro, coincidente con el último aviso de preembarque, no condicionó el celo de un efectivo de seguridad, que en un correcto inglés detuvo mi paso seguro: “¿Me permite el bolso?”. Una tímida señal de que se me iba el avión quedó a mitad de camino ante el lacónico “Don’t worry for the flight”, que me dirigió el agente. En el bolso sólo tenía remeras, un libro, papiros y un paquete que me había regalado una amiga egipcia en El Cairo.
–¿Qué hay en ese paquete?
Recuerdo que la vista se me nubló de repente: por un instante me sentí el perejil del año: “No lo sé” –contesté, ya pálido.
–¿Cómo que no sabe? –repreguntó el hombre, ya con otro tono.
–Bueno... en realidad es un regalo. Pero no sé qué es. Anteayer conocí a una chica en El Cairo. Antes de despedirnos, me pidió que esperara un par de minutos, se internó en el mercado Khan El Khalili y al ratito volvió con esto y me dijo: “Es para vos. Pero es una sorpresa. No lo abras hasta que llegues a Buenos Aires...”
Bastó una seña del agente para que, en cuestión de segundos, me rodearan cinco personas. Con mi pasaporte en la mano, una mujer de unos treinta años empezó a hacerme preguntas en perfecto español:
–¿Por qué está en Israel?
–Tenía ganas de conocer Tierra Santa, el Mar Muerto, esas cosas...
–¿Tiene familiares aquí?
–No, ninguno.
–¿Amigos?
–Tampoco (había hecho un par de amigos en Eilat, pero consideré que nombrarlos no les haría ningún favor, y tampoco a mí...)
–¿Por qué viajó a Egipto?
–Quería conocer el río Nilo.
El itinerario que describía mi pasaporte se convertía, para mi asombro, en un agravante imprevisto: yo era un argentino (todavía estaba fresco el recuerdo de la voladura de la AMIA) que había seguido esta ruta: Buenos Aires-Berlín-Estambul-Tel Aviv-El Cairo-Tel Aviv. Y ahora quería volver a Estambul, porque sí nomás. Reconozco que ese dibujo geográfico no tenía la más mínima lógica turística, y se prestaba, en cambio, para cualquier hipótesis paranoica. Ante la insistencia de mi interrogadora pude esbozar mi única certeza comprobable: había ido como periodista a Berlín a cubrir un recital punk del grupo Die Toten Hosen. La coartada debió haberle parecido un poco débil, porque inmediatamente me llevaron a una oficina pequeña y austera, custodiada por tres soldados armados hasta los dientes. Me hicieron desvestir. Mientras se llevaban el “paquete” escuché por los altoparlantes que “El vuelo a Estambul se encuentra demorado”. Me sometieron a un interrogatorio más exhaustivo, pero casi todas las preguntas tenían como respuesta sinceros y estúpidos “no sé”, “no me acuerdo”, “no conozco a nadie”. La verdad es que, a esa altura, yo mismo empezaba a convencerme de mi culpabilidad.
Más o menos un siglo más tarde, volvió uno de los efectivos con mi pasaporte, el paquete secuestrado y una indisimulable expresión de desprecio. “Esto es suyo...”, me dijo y me tiró las cosas. Era bijouterie egipcia, bastante berreta por otra parte: anillos, cadenitas, un muñeco con la cara de no sé qué faraón. Ninguno había explotado. Hasta yo, más allá del alivio, experimenté una ligera decepción. El aeropuerto recobró entonces su fingida impersonalidad. Cuando subí finalmente al avión demorado por el incidente, me recibió una cerrada ovación, motorizada por el puñado de deportistas a los que estuve cerca de interrumpirles para siempre su camino a la gloria. Nunca supe si ellos se habían enterado de los detalles de mi “episodio”, pero me pareció intuir en sus miradas una condescendencia peyorativa. Como si me estuvieran diciendo: “Ahí viene el boludo terrorista...”
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