› Por Sandra Russo
Junichiro Tamikazi, un ensayista y novelista que como otros grandes nombres de la literatura del Japón fundó su obra en la nostalgia de una tradición milenaria que se les estaba escapando de las manos, escribió un libro que tiene por nombre el mismo que este artículo y que es una extraordinaria reflexión sobre el papel de la sombra en la vida cotidiana de ese país. A lo largo de la historia, Occidente buscó e inventó maneras eficaces de iluminar sus escenas públicas y privadas. Oriente, por el contrario, desarrolló su cultura en la penumbra, haciendo de la luz no una constante, sino una aparición, una ráfaga.
La tradición japonesa, alerta siempre y en búsqueda permanente de la belleza y sus repliegues más sutiles, se extendió durante siglos, según Tamikazi, como una articulación entre luces y sombras, haciendo del claroscuro su juego favorito. La belleza, para los japoneses antiguos, no era en sí misma un hecho sino el resultado de la yuxtaposición de lo claro y lo oscuro. El arte japonés necesita que a la luz la cabalgue la sombra. Esa cultura no rechaza, así, la sombra, no sólo en el arte: es en la vida cotidiana donde mejor se expresa la necesidad de valorar, rescatar y subrayar la actuación de la sombra. Aunque también es posible entender la vida cotidiana japonesa como parte de un arte.
Los occidentales nos llevamos mal con la penumbra. Lo claro es un valor. Claro y oscuro son palabras que en Occidente se escapan de la adjetivación y derivan en conceptos morales. Lo claro es puro, transparente, y lo oscuro nos repele. Tamikazi se inspiró, para su ensayo, en la irritación que le provocaba, allá por los ’50, la iluminación eléctrica. A conciencia de que semejante innovación tecnológica se abriría paso sola y sin fronteras, Tamikazi, que en el momento de iniciar el ensayo estaba construyéndose una casa japonesa tradicional, encontró la oportunidad de repensar las costumbres de su país y concluyó que todo el monumental código de belleza japonés tenía razón de ser en base a cierta forma de iluminación. Linternas a petróleo, velas, penumbra: la luz define contornos, crea efectos, aumenta lo mínimo, se presta a confusiones, a visiones, predispone al espíritu al estremecimiento de lo visto y lo imaginado.
Tamikazi se detiene en los retretes, como se lee en las traducciones. Se detiene en los inodoros. En los monasterios japoneses y en los viejos pabellones de té, el ensayista cuenta que todavía, en su época (el autor murió en 1965) era todavía posible gozar de la sabiduría de la arquitectura tradicional japonesa. Semioscuros, meticulosamente limpios, ubicados en el exterior de los edificios pero en lugares a los que se llegaba a través de galerías techadas, los retretes eran instalados entre bosques perfumados, construidos con shojis –esos paneles de madera y papel que ahora en Occidente se usan como biombos–, y tenían siempre una gran ventana que permitía desde el interior ver el jardín. El retrete, se sabe, es un lugar funcional a una necesidad fisiológica, pero Tamikazi le da importancia justamente por eso. La arquitectura tradicional japonesa, a diferencia de la occidental, elevó a otro rango las necesidades fisiológicas: no debían estar exentas de belleza. El maestro Soseki, uno de los novelistas más importantes de principios del siglo pasado, contaba que uno de los grandes placeres de la vida era “ir a obrar” cada mañana al amparo de sencillas paredes lisas de papel, mientras contemplaba el azul del cielo y el verde del paisaje. El lugar en sí mismo era oscuro, claroscuro, y eso era sustancialmente bello: la luz sólo permitía asegurarse de la limpieza del lugar, mientras la naturaleza tenía su luz propia.
La limpieza, no obstante, no ha sido una obsesión japonesa, como sí lo es hoy día entre los occidentales. Algunos hitos de belleza japonesa consisten precisamente en el envejecimiento paulatino de algunos utensilios que cobran más vida y más valor a medida que más veces y más manos se posan sobre ellos, dejando imperceptibles marcas que, sumadas, van opacándolos, dándoles carácter, historia. Lo que un occidental llamaría simplemente suciedad, dice Tamikazi, es un ingrediente constitutivo de muchas cosas que a los japoneses tradicionales les parecen bellas y valiosas. Una tetera oscurecida por la grasa y el hollín y el paso del tiempo, les parece bella: la costra que se forma sobre ella, las capas y capas de frotes y usos, embellece una tetera. Saber que se posee un objeto de esas características “nos tranquiliza el corazón y nos apacigua los nervios”. Los japoneses no gozan instantáneamente de “lo nuevo”, como los occidentales: no disfrutan de “lo que reluce”, salvo que reluzca –y hay que revalorizar y redescubrir esta palabra– por “el efecto del tiempo”, que es una expresión china, y que en Japón se reemplaza por “el desgaste del, tiempo”. Posiblemente no haya una conjunción de palabras que divida más crudamente dos civilizaciones. Para nosotros, el desgaste del tiempo sólo puede procurar decadencia, desencanto, agotamiento. En el Japón tradicional, sin embargo, nada era equiparable y de precio tan imposible como algo desgastado por el tiempo. El tiempo desgasta, claro, pero en una perspectiva de sentido totalmente opuesta, los japoneses elevan a un rango superior un objeto común y corriente que ha sobrevivido generaciones: eso va generando una capa de color y sustancia que repele a un occidental y atrae a un japonés: pensándolo bien, ese frote colectivo e intergeneracional es exactamente lo opuesto a lo que Occidente impone como bello. Lo nuevo, lo intocado, lo que no tiene historia. Está demás decir que esta concepción de la belleza es total y absolutamente contradictoria con una sociedad de mercado, en la que sus miembros son disciplinados para creer e incluso sentir que algo nuevo es mejor que algo usado.
Ya en su época, Tamikazi miraba también con recelo las cerámicas blancas que iban reemplazando lentamente en el corazón del Japón a las antiguas lacas oscuras, ocres, verdosas, marrones, rojas con tintes negros. Hoy nosotros compramos en casas de diseño platos cuadrados de cerámica blanca creyendo que ellas guardan cierto encanto japonés. Tamikazi nos explica que los antiguos colores que respetaban la estratificación de las sombras guardaban un secreto que Japón ha perdido. Incluso la vieja tradición de decorar esas lacas con oro molido, que hoy parece recargado para el gusto minimal que suponemos que proviene del Japón, estaban pensados para iluminar con sus ráfagas doradas una penumbra exquisita, generada por las lámparas de aceite o la llama de una antorcha. “Una laca decorada con oro molido no está hecha para ser vista una sola vez en un lugar iluminado, sino para ser adivinada en un lugar oscuro, en medio de una luz difusa que va revelando uno u otro detalle, de tal manera que la mayor parte de su suntuoso decorado, constantemente oculto en la sombra, suscita resonancias inexpresables.”
Quizá por nuestra cultura psi, otorgamos a la sombra una connotación que queda atrapada en el universo esquivo y tenebroso de los fantasmas. Tamikazi, sin hacerlo explícito, da cuenta de una tradición milenaria que había hecho un pacto con la sombra, y también con los fantasmas: algo lleva a creer que los japoneses supusieron la luz como algo inevitable, y cubrieron todo de sombra para disponerse al juego humano del asombro y la ensoñación. Los occidentales, en cambio, los domingos por la tarde, solemos encender todas las luces. La sombra no nos invita al juego, sino al misterio que nuestra civilización expulsa porque no sabe qué hacer con él, cómo conjurarlo, cómo obedecerle.
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