Sáb 25.08.2007

CONTRATAPA

Ayer nomás

› Por Hugo Soriani

Promediaba el concierto cuando Litto Nebbia y el repatriado Kay Galiffi quedaron solos en el escenario. Litto, que había dejado la guitarra para ponerse atrás del teclado, anuncia que harán un tema acústico, “como le dicen ahora, porque antes hubiéramos dicho sólo que íbamos a hacer un tema”, y arrancan los acordes de “Los payasos no saben reír”, un clásico del segundo de sus discos de estudio, grabado a principios de 1968. En el teatro todos callan y la ovación hacia el final corona el apretón de manos de Galiffi y Nebbia. Entre esos dos brazos extendidos cruzan más de treinta años de ausencia y el ayer es ahora, porque ambos saben que están sonando de puta madre y que la versión del tema que acaban de hacer es notablemente superior a la que grabaron en el pasado.

En el comienzo del show, un Litto Nebbia muy contento y muy sobrio había anunciado que Los Gatos, como tales, grabaron sesenta y seis temas, de los cuales ellos iban a tocar treinta esa noche: primeros silbidos de los fans que querían escuchar los sesenta y seis y, de yapa, algún estreno. Una sonrisa grande como su bajo se dibujó en la cara de Alfredo Toth, otro de Los Gatos originales y hoy exitoso productor y fundador del grupo GIT.

Los Gatos arrancaron el show con “Lágrimas de María”, un clásico de su cuarto disco, Beat Nº1, grabado entre el ’69 y el ’70, cuando Galiffi había cambiado la banda por las caderas de una garota, se perdía en Brasil durante treinta y siete años y era reemplazado por Pappo Napolitano en la guitarra gatuna.

Muchos de los presentes, casi todos seguramente, habrán recordado a un Litto Nebbia de pelo largo, totalmente vestido de blanco, con un micrófono en cada mano (toda una innovación para la época) y su pose característica con un pie adelantado, moviéndose hacia adelante y hacia atrás y girando la cabeza a un lado y otro mientras fraseaba ese tema. Eran los carnavales del ’70 y podía ser en el Club Gimnasia y Esgrima o en San Lorenzo, cuando peleaban cartel con el mismísimo Sandro.

Litto termina el tema y presenta la banda: aplausos para cada uno y un clima tan respetuoso que sólo se rompe porque Litto no nombra de entrada a Pappo y la gente se lo recuerda a gritos: “Luego, luego –dice Litto–, acuérdense de que esto va a durar más de dos horas”.

Los Gatos van recorriendo un repertorio que todos conocen pero que nadie se atreve a cantar con ellos: la platea está en silencio y algunos ojos están nublados, huelga decir que casi todos tienen más de cuarenta años, mucho traje y corbata, mucho clima de ir directamente de la oficina al teatro y una nostalgia que no es alimentada desde el escenario ni con palabras ni con música: Litto se limita a dar breves explicaciones sobre algunas de las canciones y sólo hace una intervención más larga para contar los futuros planes de la banda, mientras Toth afina su bajo: gira por el interior, nuevo disco con nuevos temas hacia fin de año y la edición de un dvd con los shows en vivo que su hija Miranda (aquella a quien le dedicó el hermosísimo tema “Hija”, en su CD solista Seguro) se está encargando de filmar.

Su otra intervención se da para homenajear a Lalo de los Santos, músico y poeta de la trova rosarina, muerto en marzo de 2001 y compinche de tantas noches de bares y cervezas. Al homenaje se suma Fito Páez y el escenario es una canallada.

Los Gatos se tocan todo. Ciro pasa el concierto parado atrás de su Hammond y su sonido es tan personal e inconfundible como la gitarra de Keith Richards. Uno de los pocos chicos de la platea, que no debe tener doce años, le dice a su papá; “Pá, ese órgano suena como el de una iglesia”. El pibe tiene un oído bárbaro porque es verdad: Ciro toca rock y en su órgano ésa es música sagrada.

Al fondo está Rodolfo García, ex Almendra, que reivindica a los melenudos porque su pelo es casi blanco pero le llega hasta los hombros, a diferencia de las relucientes calvas de Nebbia y Galiffi.

Rodolfo García que reemplaza a Moro (junto a Daniel Colombres, ex Suéter), y que tiene el merecido privilegio de haber participado en dos reuniones históricas: volvió con su otro grupo Aquelarre, hace unos años en el Astral para regocijo de todos, y ahora salta del banco de suplentes para reemplazar a Moro que aplaude desde arriba. O desde abajo.

Es tan bueno el sonido que Rodolfo, desde atrás de todos, agita su pandereta en algunos de los temas y se escucha clara hasta en la última fila. Son dos bateros que no pifian un solo golpe ni se enciman, cada uno cumple lo suyo con una precisión abrumadora.

Colombres toca sólo batería y García agrega, además, diferentes percusiones. Como en la versión de “Fuera de la ley”, con tumbadoras o “Escuchame, alumbrame”, aquella con la que Moro, en su momento, estrenó la novedad de usar dos bombos de pie en la batería, desconocida en la Argentina de los setenta y copiada de Steppenwolf.

Rodolfo la enriquece con los “tontones” que hacen temblar las paredes del Rex y uno se pregunta cómo carajo hicieron estos tipos para acertar en absolutamente todos los detalles del show.

El repertorio es exquisito, los arreglos son cuidados y sobrios, respetan siempre las canciones originales que se reconocen desde los primeros acordes, Litto no comete ninguno de los tics que le critican sus detractores: su voz está nueva, su dicción es perfecta, sus intervenciones son discretas y el protagonismo es de todos. Cada uno desde su lugar embellece todos los temas con yeites deliciosos que nunca buscan el lucimiento personal.

Pasan “Sueña y corre”, “Soy de cualquier lugar”, “Fuera de la ley”, “Los días de Actemio”, “Mujer de carbón”, “Rock de la mujer perdida” (Litto recuerda, ahora sí, a Pappo y el Rex se estremece con el aplauso), “Esperando a Dios”, “Yo vivía en las montañas” (un tema que suena más folk que nunca, como lo adelantó Nebbia al anunciarlo), “La chica del paraguas”, “Seremos amigos”, “Madre escuchame” y una bossita que se llama “Donde está esa promesa” y que termina de demostrar que estos músicos son sabios y que los años se notan en sus calvas y en sus abdómenes, pero sobre todo en la calidad de su música.

Se acerca el final, parte de la gente amaga con acercarse al escenario, pero una seguridad demasiado estricta para mayores de cuarenta, que muy lejos están del pogo, se lo impide. Vuelve Fito al escenario y hacen “La balsa”, ahora sí coreada por todos, igual que antes “Ayer nomás”, de Moris y Pipo Lernoud, que es otro de los que miran y aplauden en la platea.

Ya León Gieco está parado delante de su asiento, cantando como uno más y Alicia, su mujer, baila a su lado con lágrimas en los ojos. Ambos eligieron este show para festejar el cumpleaños de su hija Johana, que hizo un alto en sus actuaciones junto al grupo Rataplán, y recibe sus veinticinco años viendo por primera vez en vivo el grupo que papá León le hiciera escuchar tantas veces en los viejos discos de vinilo.

Termina el concierto y uno entiende bien por qué músicos veinte años más jóvenes, como Andrés Calamaro, homenajean a Nebbia y se pelean por grabar con él.

Hace cuarenta años y de la mano de estos Gatos, nacía el rock en castellano. Hoy lo seguimos festejando.

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