› Por Juan Sasturain
En general, debo confesarlo, no me gustan los collages como recurso o medio de expresión plástica. Es una opinión tonta, ligera. Sé que soy tan prejuicioso con ellos como con las esculturas hechas con objetos encontrados, pero menos que con las maderas recogidas a la orilla del mar, las raíces secas convertidas en máscaras y otras facilidades. Exagero, claro. Basta –en buena lógica borgeana– encontrar un buen collage para relativizar mi juicio. Y los hay, muchos y ejemplares. Por eso voy a tratar de especificar mi fobia.
Me revientan los collages cuando su necesidad no es clara sino un mero recurso adjetivo: coserle una puntillita y pegarle un pedazo de diario con titulares a la mesa al óleo. Digo: hacerlo ahora, a un siglo de Juan Gris, a décadas del Berni chatarrero. Otra variante que prolifera, la de entreverar papelitos de colores, me hace acordar siempre a Matisse viejito en la cama, sin pinceles y con tijera, recortando y pegando como un pibe que faltó a la escuela. Ahí había primaria necesidad y lo que (lo) sigue suele ser comodidad secundaria.
Pero hay un tercer caso (entre mil) de uso del collage que, logrado o no, nunca es adjetivo, siempre es sustancial: el collage surrealista. El que ejemplifican, entre tantos y sobre todos Max Ernst; el que ensaya Jacques Prévert en sus ilustraciones para Fatras, el que frecuentó nuestro Enrique Molina cuando contó la desatada y terrible historia de Camila O’Gorman y el cura Estanislao. No es casual: pintores y poetas o poetas ilustradores. Esos collages tienen algunos elementos redundantes: uso de grabados o fotografías antiguas, el montaje dislocado –el ideal de lo bello surreal: un paraguas sobre la máquina de coser– y la incursión reiterada en dos procedimientos/efectos a menudo indisolublemente ligados: el terror y el humor. Por eso no es casual que ese tipo de engendro sea la ilustración “natural” de la famosa Antología del humor negro de André Breton.
Este es el procedimiento, el concepto con que ha encarado sus collages Mariano Lucano en Penas de muerte, un libro ejemplar en el que ilustra las mil y una maneras concebidas por los hombres desde tiempos inmemoriales para mandar al prójimo al otro mundo con el pretexto de hacer justicia. Y lo ha hecho con tanta convicción y eficacia –si cabe– que después de este trabajo no se puede concebir otra manera de ilustrar el horror de la pena capital que la suya. Incluso, Penas de muerte tiene la virtud de no caer en facilidades surreales, de no abusar del absurdo. Sus collages son conceptuales, claros, elocuentes. Las hieráticas figuras humanas y las máquinas descontextualizadas componen figuras nuevas y coherentes, penosas escenas sólo tolerables por la distancia de una figuración corrida de lugar, no de sentido. Lucano ha llegado ahí no por comodidad ni por soslayar un desafío sino para decir más a través del uso de lo usado. Que de eso se trata.
“Recién después del fin de la Segunda Guerra Mundial, la pena de muerte dejó de ser un espectáculo público para pasar a realizarse en las mismas penitenciarías, ante muy pocos testigos”, dice el escueto prólogo explicativo que acompaña Penas de muerte. Espantosamente lógico: la ejecución pública de la población civil era el espectáculo que había monopolizado las primeras planas de diarios y las pantallas de los noticieros durante los seis años anteriores de conflicto bélico. Había llegado la hora del pudor. Pero el pudor, sin vergüenza genuina es hipocresía. Y la matanza sigue en vivo y en directo, sin juicio ni prejuicio.
En el camino del Manual de cocina caníbal de Topor y los chistes negros de Gila y goyesca compañía –otra referencia ineludible– hace rato que no se veía tanto ingenio desplegado para ilustrar la barbarie bárbara o ilustrada por los siglos de los siglos. La pena capital, capital del crimen legalizado, bien se merece este negro tributo. Como dice el crítico peruano Túpac Amaru (Cusco, 1781) en una cita elocuente: “Un libro desestructurado en el que cada capítulo podría desprenderse y funcionar en forma autónoma, se le puede criticar cierto estiramiento forzado, pero hay fragmentos que te parten”.
Ni más ni menos.
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