› Por Leonardo Moledo
Hay una hora en el bar La Orquídea, una hora especial, en que la atmósfera alcanza tal grado de insoportable intimidad, que alguno de los parroquianos se obliga a contar en voz alta una historia de su edificio. Esta vez fue un hombre mayor, que relató lo siguiente:
Los niños estaban parados frente a la puerta del ascensor. Detrás, la madre parecía una matrona voluminosa, aunque difícilmente tendría más de treinta años. La niña, unos diez, con aire de desafío, y el niño alcanzaría la mitad de la cifra de su hermana. Formaban un curioso trío, que un espejo duplicaba innecesariamente.
Deluz, el joven estudiante del décimo, se paró junto a ellos. La madre retaba a sus hijos, que no le prestaban demasiada atención. De pronto, el niño trató de abrir la puerta del ascensor, y la madre intervino para conjurar el peligro. –¡Cuidado! –el grito bastó para detener al niño. La mano, sin embargo, quedó apoyada sobre la manija de la puerta. La niña, seria, explicó: –La puerta podría abrirse, y te podrías caer al pozo. –Y dándose vuelta hacia Deluz: –Es muy peligroso.
–Absolutamente peligroso –dijo la madre. Tenía la costumbre de aplicar esa palabra a todo, o casi todo.
Deluz se inclinó hacia el niño. –El fondo del pozo está lleno de cocodrilos –le dijo. –Es muy peligroso.
–¿Están hambrientos? –preguntó el niño con interés.
–Muy hambrientos. Y lo que más les gusta es comer niños.
–Absolutamente –dijo la madre, con firmeza.
–¿Cómo te llamás?
–Tomás.
Deluz vivía apenas unos pisos más arriba, pero calculó que para Tomás sus veinticinco años, parecerían muchos más, como si espejos subrepticios se introdujeran sin permiso en las mentes infantiles. No volvieron a hablar, y, por lo tanto, toda una serie de interrogantes quedó sin contestar. ¿Cuántos cocodrilos había en el hueco del ascensor? ¿A cuántos niños se habían comido ya?
Volvió a encontrarlos un mes más tarde, igualmente frente al ascensor. La madre retaba a Tomás y la hermana mayor la apoyaba con destellos malignos. –Es absolutamente rebelde –dijo la madre apenas vio a Deluz, como si retomara una conversación interrumpida sólo un minuto antes–, absolutamente rebelde.
Tomás estaba avergonzado. Le gustaba que lo retaran, pero no ante extraños.
–¿Y los cocodrilos? –preguntó.
–Se comen a los niños –repitió Deluz–. Verás, el consorcio piensa sacarlos, pero sólo cuando seas grande.
–Absolutamente –dijo la madre, protegiendo con su cuerpo la puerta del ascensor. Pero aún temía –y con razón– que si el consorcio o quien fuera sacaba los cocodrilos, cuando su hijo fuera grande abriría la puerta del ascensor y se precipitaría al vacío, a la nada. ¿Qué peligros le aguardarán cuando sea grande –se preguntaba la madre con angustia– y no haya más cocodrilos en el hueco del ascensor?
–Los cocodrilos viven en los pantanos –dijo Tomás–. Entonces, tiene que haber agua allá abajo.
Pero el niño, en realidad, no sabía nada sobre los cocodrilos. Los confundía con las serpientes y hasta con los pingüinos. No podía abstraer la idea de un reptil. Igual, trató de mirar por la ranura que quedaba entre la puerta de madera y el piso de mármol.
–No se ven –dijo.
–No, no se ven –confirmó Deluz. Sin embargo, la madre estaba inquieta. Ahora temía que la ficción de los cocodrilos se rompiera, y que entonces el niño se arrojara por el hueco del ascensor. Deluz, por su parte, trataba de imaginarse ese amontonamiento invisible y silencioso de reptiles en la oscuridad. ¿Y Tomás? Tomás pensaba en el futuro, como siempre sucede con los niños, de manera confusa. Se imaginaba a sí mismo, tan pequeño como ahora, en un mundo donde todos habían crecido. Su hermana era altísima, y sabía de todo, igual que siempre. Su madre también había crecido y era tan alta como una grúa. Se sintió desvalido, abandonado en un mundo extraño, poblado exclusivamente por gente grande. No había ningún niño que comer. Salvo él. Y se sintió en un peligro inmediato.
Así pensaba Tomás, pero se equivocaba, porque cuando pensaba en el futuro, se lo imaginaba como el pasado. En vez de imaginar el futuro, lo recordaba. Deluz, en cambio, se preguntaba qué estaría fijándose en la memoria del niño. Porque todo esto, qué duda cabe, quedaría como pasado en la memoria. ¿Qué recordaría alguna vez? ¿Que había cocodrilos invisibles y peligrosos en el hueco del ascensor? ¿Y los cocodrilos dónde estaban? ¿Se los vería alguna vez? Desgraciadamente, no. Son las desventajas de lo real. En la ficción, los cocodrilos no tardarían en aparecer, en brotar de manera contundente y concreta, y de ahí en adelante, todo sería más fácil. Pero en la realidad, no hay más remedio que remitirse al recuerdo, es allí donde las cosas terminan por suceder.
Y entonces, esos cocodrilos, ¿qué eran? Eran insustanciales, casi pensamiento puro, que pasaba directamente de la nada a la memoria. ¿Y la niña? ¿En qué pensaba la niña? Nunca se sabrá. Pero ese instante era extraño y algo mágico, cuando los cuatro exploraban pasados y futuros que no volverían a mezclarse.
Deluz pasó varias semanas sin volver a cruzarse con ellos, pero como todas las cosas que se repiten una vez siguen repitiéndose siempre, cuando los volvió a ver estaban parados frente al ascensor.
–Allí está tu amigo de los cocodrilos –dijo la niña, con rabia. Y ahí estaban, los tres, frente a la puerta del ascensor.
–Nos mudamos –dijo la niña, desafiante–. A una casa donde no hay ascensores. –El niño parecía un poco triste.
–Nos mudamos a una casa con jardín. El aire libre es necesario para los niños.
Deluz pensó un instante en el futuro de Tomás y se dio cuenta de que ahora lo imaginaba de manera diferente. Se veía a él, Deluz, como muy pequeño, y al niño y a su hermana, grandes. La madre, en el futuro, resplandecía. Paseaban y Tomás llevaba a Deluz de la mano. La niña había perdido su superioridad y parecía resignada al papel de una hermana menor. Tomás vigilaba a Deluz, acomodaba sus pasos a los pasitos de Deluz.
Cada tanto, la hermana preguntaba: ¿te acordás de tu amigo, el señor de los cocodrilos? Y el niño meneaba su cabeza adulta y florida: no, no se acordaba. Así era el futuro del niño, así era en el futuro la memoria, sin un trozo que lo incluyera. Deluz miraba a Tomás y la hermana y la madre, a su vez, se miraban triunfantes. Al fin y al cabo, eran las vencedoras. Tomás acercó su boca al oído de Deluz.
–¿Las plantas del jardín se comen a los niños?
–No –dijo Deluz, calculando que en ningún futuro, pasado o presente se verían ya más, y que sólo quedaban esos breves instantes para fijar en la memoria. Trató de ganar tiempo–. Las plantas del jardín no saben comerse a los niños.
Y el niño se puso a llorar. Pero enseguida se calmó. Alguna otra cosa había llamado su atención.
“Y ésta es la historia del señor de los cocodrilos”, dijo el hombre, pero la luz ya había cambiado, y alguien pidió un vaso de vino y un tostado.
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