› Por Mario Wainfeld
Los éxitos deportivos embriagan y convocan a subirse al carro triunfal. Es habitual extrapolar el fenómeno deportivo y transformarlo en una fábula sobre la sociedad en general y la política en especial. Hace un tiempito, entre 1978 y 1986, el fútbol argentino obtuvo dos copas del mundo, una durante la dictadura, otra en el primer gobierno de la restauración democrática. No faltaron entonces payadores del orden imperante que produjeron filosas comparaciones y parábolas edificantes sobre “lo que podemos los argentinos cuando...”, etcétera.
El éxito competitivo es notable. Excita la pauta publicitaria de productos ABC1 al tiempo que instiga la creatividad de predicadores morales. No habría novedad si no mediara un chocante detalle. La narrativa sobre Los Pumas no sólo elogia su coraje y su destreza, también coteja sus virtudes en espejo con las del fútbol, la política, los plebeyos. Apenas se interna uno en el relato detecta que, gracias a Pichot, Marx vive. Exageramos un poco. Vale, sistematicemos: no es cuestión de pelota redonda u ovalada, es cuestión de clase. Los modelos de vida comieron la sopa de chicos, se educaron de cierto modo, hablan como hablan, se apellidan como se apellidan.
El respeto, la educación, la cortesía, el acatamiento a las reglas son subrayados como discordantes con tendencias instaladas y expandidas. Hay un espíritu del rugby, se pregona. No se dice aristocracia, no es el momento, pero el significado refulge aun en el silencio. La revista Noticias llega a fondo con las comparaciones, describe que la mayoría de los futbolistas no terminó la secundaria y los rugbiers son universitarios. Que los (h)unos “escupen y pegan”. Con entusiasmo, se reconstruye la realidad comentando que el rugby es amateur. En verdad, casi todos Los Pumas son profesionales y juegan en ligas europeas, como Tevez o Messi. Facturan menos, seguramente a su pesar.
Comunicadores con voz engolada y las cartas de lectores de La Nación corroboran, de forma más rococó, el mismo pensamiento. Toda doctrina se construye con omisiones piadosas. Nadie evoca golpizas feroces propinadas por patotas de jóvenes rugbiers a pibes de otro palo o del mismo. La crónica periodística recuerda alguna, hubo un crimen horrible en Brasil. Las generalizaciones son peligrosas, claro, a favor o en contra.
La narrativa deviene mito, se instala que hay un modo Puma de cantar el himno, con pasión y a voz en cuello. Tan distante, che, de los jugadores de fútbol, desganados o hasta ignorantes de la letra de Vicente López y Planes. Nadie recuerda que, si alguien entonó el himno a voz en cuello y con furia, fue Diego Maradona. Sí, ese morocho retacón y mal arriado que hizo un gol con la mano. En el rugby, comentan todos los que no ven lo que pasa en un scrum o en un maul, es absoluto el apego a la ley.
El cronista es el tipo de aficionado que se apasiona con cualquier deporte en el que ruede una pelota y haya un equipo con la celeste y blanca. Si es fútbol mejor, pero cualquiera le sirve. Además, da gusto hinchar por Los Pumas, que ponen toneladas de mística, concentración y garra. Por añadidura, los jugadores no forman parte de la platea que lleva agua del rugby para su molino ideológico. Lucen calmos, no proponen comparaciones arrogantes con otros profesionales. Mentan al equipo y usan mucho la primera persona del plural. También dan cuenta de entreveros firmes y muy añejos con los dirigentes de su deporte que son también “gente de rugby”, pero parecen no contar con la empatía de los que entran a la cancha. Se llevan mal, Los Pumas los llenan de acusaciones. Contra lo que se comenta, integrar un mismo target no deroga los conflictos de intereses ni de roles.
De paseo por la blogósfera, el cronista encuentra un crítico aún más enconado. El atractivo blog Vida binaria se indigna: “¿Nadie va a decir nada de Los Pumas? ¿A nadie le molesta que sean todos gente ‘bien’? ¿Nadie va a decir nada sobre esos acentos insoportables? ¿Los judíos no juegan al rugby? ¿Nadie se pregunta qué hacen 10 mil argentinos alentando a Los Pumas en París? ¿Y con qué guita van? ¿No es facho llorar con el Himno? ¿Hay antidoping en el rugby? ¿Es joda esto?”. Las preguntas son provocativas, algunas quizá excesivas pero el escriba-blogger da en el blanco.
Más templado, quizá por su edad, el cronista repara en que casi todas las aristocracias derivan del poder o del dinero pero buscan fundar su legitimidad en el honor. Y, en veloz descenso a la coyuntura autóctona, registra que el Mundial de rugby coincide con un curioso momento. Aquel en que dos egresados de universidades privadas gobernarán uno de los distritos más importantes. Mauricio, ya se sabe, egresó del Cardenal Newman, un colegio que “es” también un club de rugby. Su gabinete, chimentan, será algo así como una segunda línea (en sentido rugbístico, se entiende) de ese establecimiento. No hay conjuras ni conspiraciones, la contemporaneidad es azarosa. Pero las tendencias y los climas de época tienen su lógica. Llega el momento de que “otra gente” gobierne, con otros modales, otras calidades.
Página/12 se va quedando sin espacio en esta contratapa. Para cerrarla, insinúa que es posible que en las próximas elecciones haya algún clivaje entre el voto de los sectores populares vs. los medios y los medios-altos. Si así sucediera, la remisión al espíritu del rugby, a la existencia de grupos de élite que portan valores superiores a la plebe, retornará (valga el modismo) por sus fueros.
¿Son tan distantes los intereses reales entre las clases populares y las medias en la Argentina? Para nada, pero éstas persisten en su clásica propensión a mimetizarse con los de arriba, embellecerlos, ennoblecerlos. Medio pelo lo llamaba un tal Jauretche que, creo, era medio scrum de los Nac&Pop.
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