CONTRATAPA › BRASIL
› Por Eric Nepomuceno *
Hay una discreta –tanto, que casi no apareció en la prensa brasileña– tensión entre los altos mandos militares y el ministro de Defensa, Nelson Jobim. Pero no por discreta esa tensión dejó de alcanzar momentos agudos. Por primera vez desde su creación, en 1999, por el presidente Fernando Henrique Cardoso, el Ministerio de Defensa parece dejar de ser meramente decorativo. Formalmente, con su creación las tres armas perdieron el rango de ministerio y pasaron a ser subordinadas a un civil. Palabrerío puro: hasta ahora, los comandantes de Ejército, Aeronáutica y Marina siguieron dueños de sus respectivos feudos.
Desde julio la cartera está ocupada por un jurista voluntarioso, decidido a hacer valer su estatura –un metro con 93 centímetros–, para dejar clara su autoridad. Tanto, que llegó a algo absolutamente inédito: amenazó con cesar al comandante del Ejército, general Enzo Martins Peri. Algo que sería lógico, ya que uno se encuentra bajo órdenes de otro. Pero nunca un civil declaró a un general que, a menos que cambiara de actitud, no habría otra solución excepto dispensar sus servicios.
A diferencia de países como Argentina, Chile y Uruguay, que enfrentaron dictaduras salvajes y tratan de arreglar cuentas con el pasado y su memoria, en Brasil los militares no tuvieron que dar cuentas de nada a nadie. Sin embargo, ahora fueron sacudidos de su letargo por al menos dos acciones del gobierno, y el decorativo Ministerio de Defensa saltó al ruedo y ganó importancia.
Primero fue la publicación del libro Derecho a la memoria y a la verdad, que reúne once años de trabajo de la Comisión Especial sobre Muertos y Desaparecidos. Nada nuevo emergió, pero el Estado brasileño registró formalmente su culpa por actos de tortura y asesinatos. La presentación del libro, en Brasilia, contó con la presencia del presidente Lula da Silva, del ministro Jobim y del secretario nacional de Derechos Humanos, Paulo Vanuchi, él mismo víctima de cárcel y tortura en los tiempos de la dictadura. El ministro, al ser preguntado si no temía “alguna reacción” al libro, fue claro: “Nadie podrá decir nada. Y si alguien dice, sufrirá las consecuencias”.
A los dos días el general Peri le presentó la respuesta del Ejército, que pretendía hacer pública. Jobim consideró el texto “inadmisible”, amenazó con cesar al general, y solamente cuando fue considerada “adecuada” la respuesta llegó al público.
El segundo choque se dio cuando el gobierno decidió no presentar nuevo recurso contra una sentencia judicial que obliga a los militares a prestar testimonio sobre el asesinato y la desaparición de guerrilleros en la región amazónica del río Araguaia, entre 1971 y 1975. A lo largo de los últimos años, el gobierno postergó la determinación judicial de abrir los archivos militares sobre todas las operaciones del Araguaia. Aquella guerrilla fue violentamente reprimida por el Ejército y la Aeronáutica, hasta la aniquilación total. Pocos fueron presos. Al menos 58 fueron muertos a sangre fría, fuera de combate, y no hay noticias sobre sus cuerpos.
Hoy, casi todos los remanentes de las tropas son oficiales en retiro. La reacción de uno de ellos, el coronel Licio Ribeiro Maciel, refleja el humor de sus pares. “Si aparece algún funcionario de la Justicia convocándome a testimoniar, lo recibo a balazos.” Maciel estuvo en la línea del frente de combate a la guerrilla y es responsable por varias muertes y casos de tortura. También retirado, el general Ivan Frota, vocero de los “duros” de las fuerzas armadas, fulminó: “Si yo fuera uno de ellos –dijo refiriéndose a los que pueden ser llamados– me rehusaría, e iría a las últimas consecuencias”.
Desde hace 14 años el gobierno tiene los nombres de los oficiales (unos 40) que comandaron operaciones de combate en el Araguaia, pero nunca se animó a interrogarlos. Los grupos de defensa de derechos humanos que investigaron la represión en Brasil produjeron mucha y minuciosa documentación, pero jamás fue posible la localización de los cuerpos, y nunca se pudo hacer nada contra los responsables. Los militares involucrados en actos de tortura y asesinatos reivindican que la ley de amnistía, de 1979, vale “para los dos lados”.
A lo largo de esos casi 30 años, cada vez que alguien intentó acercarse a la verdad fue denunciado por “revanchismo inadmisible”. Es decir: liquidada formalmente en 1985, la dictadura brasileña sigue siendo un incómodo fantasma para la democracia en el país. Mientras no cuentan qué pasó y dónde están enterrados los cadáveres de los guerrilleros del Araguaia, lo que los militares intentan es enterrar la memoria. Y no sólo la de ese caso: toda la memoria de los tiempos negros de la dictadura. Como si su peso fuese demasiado, a punto de ser intolerable, poniendo el futuro en riesgo.
Y ésa es, al fin y al cabo, la peor amenaza: dejarse amenazar por el miedo a la memoria. Impedir que se sepa qué pasó, para que no vuelva a pasar.
* Periodista y escritor brasileño. Especial para Página/12.
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