› Por José Pablo Feinmann
Primer león: Este primer León es de oro y se entrega en Venecia. Es un reconocimiento que esta ciudad otorga a los artistas más destacados, más talentosos. No cualquiera se gana este León. O hay que tener una gran trayectoria o ser un genio fulminante destinado desde los orígenes a la gloria terrena de las consagraciones tempranas. El que se ganó el León de la 52ª Bienal de Venecia es un viejito encantador, de pelo blanco y largo que le cae sobre las orejas, cubriéndoselas. Sonríe feliz. Dice que este León, el de la Bienal, se lo ganó gracias a un cardenal argentino que se mete en política con total desparpajo, Bergoglio. Sucede que el señor de ochenta y cuatro años que se ganó el León hizo –un par de años atrás– una exposición de sus obras en Buenos Aires, ciudad de la que es oriundo. El cardenal Bergoglio enfureció y habló de “blasfemia”, de “vergüenza”. Incluso una señora que suele usar una cruz insoslayable colgando de su cuello, y que es candidata a la presidencia del país durante los días que corren, abjuró –con tanta fuerza como Bergoglio– de la exposición del viejito de pelo blanco y rebelde. Dijo, patéticamente, que lamentaba que esa exposición se hiciera tan cerca de la capilla en que ella iba a rezar. Todo esto causó hilaridad y hasta arrancó carcajadas a nuestro talentoso, querible viejito. Todos esos cavernícolas le estaban haciendo un favor. Miles y más que miles de personas fueron a ver su exposición. Nuestro viejito (que tiene el alma de un potro indomeñable) se llama León Ferrari y es nuestro segundo León.
Segundo león: León Ferrari es un artista obstinado. No ha cedido nunca, no ha dado un solo paso atrás en sus convicciones. En 1965 –plena guerra de Vietnam– agarró un Cristo y lo incrustó en un caza norteamericano. El Crucificado –símbolo de la civilización occidental y cristiana que Estados Unidos decía defender del “marxismo ateo” en las selvas del Vietcong– estaba clavado a las bombas del caza. ¿Qué lectura tenía eso? ¿Era el caza “americano” la nueva Cruz en que se inmolaba el torturado Redentor? ¿O era una bomba más que caería sobre sus enemigos con las otras bombas? ¿O era la enseña, la bandera de Occidente? Ni Ferrari podría darnos la respuesta dado que una obra (una gran obra) va más allá de su creador, es una máquina de generar interpretaciones. León sonríe y dice que Bergoglio le hizo un favor. Los que prohíben tornan cautivante lo prohibido. Siempre les sale el tiro por la culata. Pero León señala peligros de hoy, denuncia a esta Iglesia de Bergoglio y a sus aliados: “La Iglesia en la Argentina está tratando de copar la política con los crucifijos de Carrió, con la Michetti, con los curas que se meten en las elecciones (...) No me parece terrible la religión: sí me parece terrible que aquellos que ejercen el poder en la Iglesia crean que todos los demás deben obedecer las leyes que ellos imponen”.
Esto no es nuevo: la Iglesia siempre ha ejercido poder sobre su grey. El poder de los pastores (el poder pastoral) se ejerció desde muy temprano. El cristiano iba al confesionario y –por medio de la confesión– le entregaba su “alma”, es decir, su subjetividad, al pastor, que, de este modo, lo sujetaba. Este poder pastoral tiene su cosificación estamental en la Iglesia. En el Estado Eclesiástico. Ese Estado habrá de llegar por fin a decretar quiénes son cristianos y quiénes herejes. Esta es la historia del Occidente cristiano que se expresa hoy en los cazas siglo XXI que amenazan arrojar bombas nucleares, que amenazan con el Apocalipsis.
Esa Iglesia que señala a los herejes tendrá para ellos castigos muy duros. ¿No murió torturado el Redentor? ¿Por qué no torturar entonces a quienes descreen de El, ofendiéndolo? ¿Por qué no torturar a quienes no obedecen a la Iglesia que expresa el cuerpo del Redentor y su alma? Los orígenes de la Inquisición se remontan al siglo XII “pero ésta no recibió su constitución sino a fines del siglo XIII” (María Clara Lucchetti Bingemer, Violencia y religión, La Crujía Ediciones, Buenos Aires, 2007, p. 159). Así, en 1199, Inocencio III declara “criminal” al “pecado de herejía”. El IV Concilio de Letrán eleva toda la paranoia represiva a la categoría de Ley de la Iglesia. Acompañándola de la justificación, de la necesariedad de la investigación (Inquisición) que no deberá depender de ninguna denuncia, de ninguna voz acusatoria. Bastará con la acusación de la Iglesia. Se suceden los amos supremos del Poder, los reyes. Luis VIII (1226), Federico II (introduce el castigo de la hoguera), Gregorio IX (confirma la muerte en la hoguera), el Concilio de Tolosa (1229) consagra a los jueces sacerdotales a la misión de inquirir a los herejes y llevarlos ante el Tribunal de la Iglesia, Gregorio IX (en 1231) prohíbe (prohibir es una de las palabras que más expresan la función del poder pastoral: prohibir y castigar la violación de lo prohibido) la sepultura para los herejes. Con Inocencio IV se autoriza la tortura durante el interrogatorio (la cual, desde luego, llevaba largo tiempo ejecutándose, ¿por qué no torturar a un hereje, a un sin Dios, si el mismísimo Dios había sido torturado en la carnalidad del Hijo?) La obra que lleva a cabo la Inquisición expresa una tarea que comparte con el Estado. Iglesia y Estado imponen el régimen de sometimiento y tortura del poder pastoral. (Al estar ligado el orden social a la Fe era ésta la que daba cohesión práctica, religiosa e ideológica a la sociedad. “La herejía aparece, entonces, como amenazadora de este orden social. La Cristiandad se levanta contra esta amenaza” (Lucchetti Bingemer, ob. cit., p. 161). Además, la Cristiandad tiene cómo dominar a los no-herejes: los torna ovejas sometidas a los poderes de los pastores de la fe. ¿Qué daño puede causar una simple, estúpida oveja al Poder Terrenal del Dios inquisitorial? “Entre todas las civilizaciones, la del Occidente cristiano fue (...) una de las más sangrientas. Fue en todo caso una de las que desplegaron las mayores violencias. Pero al mismo tiempo (...) el hombre occidental aprendió durante milenios lo que ningún griego, a no dudar, jamás habría estado dispuesto a admitir: aprendió a considerarse una oveja entre las ovejas” (Michel Foucault, Seguridad, territorio, población, FCE, Buenos Aires, 2006, p. 159. Obviamente mis referencias al “poder pastoral” tienen su fuente en Foucault).
He aquí la historia que narra la obra implacable de León Ferrari: el Torturado de la Cruz es la excusa que tiene el caza norteamericano para arrojar sus bombas. Por otra parte, el cristianismo occidental sigue incurriendo en la tortura de modo cada vez más impúdico. Durante estos días el Ministerio de Defensa británico ha sido acusado de torturas. Testigos que han visto cadáveres de iraquíes “afirman haber visto heridas sospechosas en varios cadáveres, desde genitales mutilados a ojos fuera de las órbitas y síntomas de ahorcamiento” (Página/12, 19/12/2007).
Tercer león: “Hay que tener presente (escribe León Rozitchner) que la imagen del crucificado fue primero la aterrorizadora amenaza de la dominación romana en cada sujeto vivo. A esa imagen se le agrega ahora, en nosotros, la del desaparecido, encapuchado, torturado y asesinado por nuestros militares, héroes convocados otra vez por la figura de la madre Virgen, santa generala de las fuerzas armadas, apoyados por la Iglesia que, coherente, santificó la tortura nueva sobre el fondo de la tortura antigua” (León Rozitchner, La cosa y la cruz, cristianismo y capitalismo, Losada, 1996, Buenos Aires, ps. 21/22). Triste y peligrosamente coinciden aquí la figura del cardenal Jorge Bergoglio, que ve montoneros por todas partes y, sobre todo, en los estamentos del actual gobierno, y la del siniestro capellán de la Policía Bonaerense Christian von Wernich que, en el marco de un genocidio, participó de sus torturas y dio consuelo divino a los torturadores.
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