› Por Leonardo Moledo
El hombre venía precedido de una fama fabulosa y triste. Había actuado en varias ciudades del interior, que debió abandonar por causas que las autoridades no quisieron revelar y que nunca se supieron –el pudor inútil y estúpido de la burocracia provinciana–.
Alquiló en forma temporaria una casa vieja y enorme en las afueras de la ciudad.
Llegó un amanecer. Nadie lo vio transportar bultos ni gente. Durante varios días no franqueó la puerta a nadie, lo cual aumentó –como es lógico suponer– la expectativa de la gente. Decían que ésta era una de sus muchas raras virtudes: saber medir el punto justo, leve y preciso, en que la curiosidad alcanza su clímax. Los pocos que por aquellos días lo vieron pudieron hacerlo a horas desusadas, en que salía –ya muy temprano, mientras apenas se perfilaba la sombra fatídica del amanecer–, para dirigirse a algún almacén abierto a deshora y hacer pedidos que siempre parecían excesivos para la alimentación de él y de su joven ayudante, perdidos entre las telarañas de una casa de cincuenta habitaciones. El rumor de que ocultaba a una mujer misteriosa y mágica –generadora de los trucos inconcebibles que se le atribuían– murió sin ruido apenas apareció.
Pocos niños se atrevieron a atravesar clandestinamente los cercados de ligustro y yuyos para atisbar por las ventanas: sus relatos no fueron creídos, pero se multiplicaron en la imaginación de la gente.
Cuando inicié las tratativas y me senté al fin con él en el amplio salón raído, donde no faltaban las consabidas telarañas que no se había tomado el trabajo de erradicar, como para subrayar su fugacidad, su impermanencia, pensé, o creí pensar, que estaba atrapado en una trampa sin salida, un túnel cuya entrada no había percibido en su momento –el último instante que ofrecía la posibilidad de una salvación concreta–. Pero no había una razón sólida, salvo quizás la telarañas (y hubiera sido demasiado vulgar), los tapizados descoloridos, la inexplicable inmensidad del lugar y el breve rumor sobre la mujer mágica que consumía cantidades pavorosas de comida.
El hombre era afable y plácido. Hablaba con cierta suficiencia irritante sobre las excelencias de su espectáculo, que era, según decía, único en el mundo (cosa efectivamente cierta, como se pudo comprobar más tarde).
–Y hay un secreto que no le explicaré –decía con una sonrisa mientras me mostraba los dobles juegos de cajas, la larga ristra de cadenas, y me señalaba la ubicación de los distintos instrumentos sobre el escenario.
El ayudante, que entró durante una sola vez para servir un café lavado, tenía una mirada ignorante y triste. No pronunció ninguna palabra, como prefabricado a la hechura de un rito que estaría cansado de repetir, y él no pareció darle importancia, al indicarle con un gesto que saliera. Todas las puertas que daban al gran salón estaban herméticamente cerradas.
Tampoco demostró mucho interés sobre los términos financieros del arreglo; parecía moverse en una dimensión levemente distinta del espacio y el tiempo.
Parecía, también, como si estuviera tratando de dilatar las cosas, de no concretar aquello por lo cual había venido. Ante mi insistencia, finalmente cedió con un desgano cuidadosamente estudiado, y fijamos la primera función –que por algunas frases sueltas dejó entrever que sería la única– para tres días más tarde.
Yo me preguntaba qué extraño manejo tendría aquel hombre sobre los ánimos de la gente. El famoso truco mediante el cual el mago seccionaría las piernas de su ayudante, por medio de un impresionante serrucho, era, sin dudarlo, un truco viejo. Yo mismo creía recordar haberlo presenciado en los circos de mi infancia. Sin embargo, el aura de fascinación que rodeaba al mago parecía haber prendido en la gente. Ahora se lo veía. Caminaba por las calles con leve indolencia, seguido por su ayudante taciturno y por los inevitables murmullos que escuchaba, ¿o fingía que escuchaba?, con satisfacción. De vez en cuando se detenía, permitiendo que a su alrededor se formara un corrillo, al que prometía, con una leve sonrisa, un pequeño cambio, una ligera variación, que los haría temblar de horror y de deleite, aprendida de antiguos y fabulosos magos del Oriente.
La función comenzó con viejos y eficaces trucos. Volaron palomas e incontables pañuelos salieron de los bolsillos del mago. Una pelota de madera, manejada por una fuerza invisible, se elevó en el aire y quedó suspendida. Tres hombres maduros de entre el público, hipnotizados por el mago, hicieron sobre el escenario piruetas indignas de su edad, ante la risa y el estupor de la platea. Llegó el final de la función y todo el mundo estaba expectante. Hice descender las luces y se escuchó una música prevista, tremenda y fúnebre.
En medio de un impresionante silencio, el mago introdujo a su ayudante en las cajas misteriosas que me había mostrado. Mientras empuñó el serrucho, nada se oía salvo el silbido de la hoja de metal al cortar la carne.
Cuando el mago extrajo de una de las cajas las dos piernas, calientes y chorreando sangre, y las mostró adelantándose hacia el proscenio, varias personas se desmayaron, se escucharon silbidos y gritos de terror. Varios grupos se precipitaron hacia la salida profiriendo insultos y amenazas. Ordené inmediatamente que bajaran el telón, inclinándome con espanto hacia el desastre que acababa de presenciar, ante el pánico que había impedido ver la segunda parte del truco, la que curaría y remediaría el horror con la sabiduría de los magos de Oriente. Busqué al mago entre los pliegues del telón descendido, en los camarines, pero no pude dar ni con él, ni con su ayudante; sólo pude encontrar un trozo de madera ensangrentada y la hoja del serrucho, a la que le habían saltado algunos dientes.
Corrí hasta el viejo caserón. Atravesé las matas y el ligustro, y empujé la puerta, que cedió.
En el centro del salón, el mago estaba vendando las piernas de su ayudante, que soportaba sin un grito la presión de los hilos de acero con que las sujetaba. Me detuve, contuve el aliento. Al lado estaba. probablemente sonriendo, una mujer inmensamente gorda y mágica. Tal vez tenía un recipiente con agua en las manos.
Se abrieron las innumerables y siempre cerradas puertas que daban al salón, y por ellas salieron reptando, arrastrándose sobre sus muñones, tal vez aún calientes, los antiguos ayudantes del mago, los antiguos artistas, sin piernas y en harapos, la cohorte de mendigos y tullidos que esa misma noche invadiría la ciudad.
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