Lun 26.08.2002

CONTRATAPA

Sobre la pena de muerte

› Por Rafael A. Bielsa

Hace algunos años leí una pregunta que se hacía Norman Mailer: “¿Por qué matamos a quienes han matado a otros? ¿Para demostrar que matar está mal?” Esa paradoja se coloca en el centro argumental de la cuestión “pena de muerte”. Sin embargo, tengo la convicción que el solo hecho de discutir sobre el tema nos hunde como sociedad en la indignidad y la vileza. Por ello, no me voy a ocupar de las convicciones profundas que me enfrentan con esa modalidad de castigo. Nada de que únicamente jueces infalibles pueden aplicarla, ni que sólo castiga a los deudos del ajusticiado porque éste deja de sufrir al morir. Nada de que si el Estado mata al asesino se coloca en su mismo papel, o que –como en el caso de Timothy Mc Veigh, un suicida confeso que eligió la pena de muerte como medio– el castigo puede ser un estímulo para que el suicida se lance al delito. Voy a limitarme a recordar el lugar en que se ubicaría nuestro país si reimplantara la pena de muerte.
Por comenzar, sería necesario denunciar la Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocida como Pacto de San José de Costa Rica, que en su artículo 4.3 dice que “no se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido”. Dado que en nuestro país ya se había establecido este castigo con anterioridad (1886, 1930, 1950, 1956, 1970, 1976), la tipificación lo comprende. Si Argentina impusiera la pena de muerte en violación al tratado internacional, se expondría a la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya jurisdicción consintió al ratificar el pacto. Si lo denunciara, todavía quedaría como atasco a saltar el principio de “irreversibilidad de los derechos humanos”, de conformidad con el cual una vez que determinados derechos se integran al sistema en un Estado democrático, no es posible tenerlos luego por inexistentes, ni siquiera mediante una reforma constitucional.
No puede dejar de anotarse que, en momentos en que la coherencia es uno de los atributos más reclamados por la ciudadanía a la dirigencia global, parece por lo menos autocontradictorio que lo que fue bueno al reformarse la Constitución Nacional en 1994 (cuando se trataba de obtener la posibilidad de reelección presidencial), esto es, otorgar al Pacto jerarquía superior a las leyes, ya no lo sea hoy, momento en el que muchos de los que protagonizaron aquella reforma son los mismos que reclaman la pena de muerte. Luego, está el hecho de que la mitad de los países del mundo han abolido la pena de muerte de derecho o de hecho: 72, para todos los delitos; 13 para todos, con la única salvedad de delitos excepcionales o cometidos en tiempos de guerra; 21 la mantienen, pero hace diez años o más que no la aplican. Esto es predicable asimismo de algunos Estados norteamericanos, que han suspendido su práctica hasta disponer de pruebas empíricas que demuestren que no es usada de manera discriminatoria en detrimento de determinados sectores respecto de otros.
Desde 1976, una media de más de dos países al año han abolido la pena de muerte en las leyes, o habiéndola abolido sólo para delitos comunes, han decidido más tarde su eliminación para todos. Por lo demás, cuando se la suprime, raramente es luego reintroducida. Desde 1985, sólo 4 países abolicionistas la han readoptado. Uno de ellos, Nepal, inmediatamente volvió a eliminarla, al tiempo que ni en la Gambia ni en Papúa Nueva Guinea se verificaron condenas. Sólo Filipinas tuvo su primer ejecutado en febrero de 1999. Entre otras cosas, esto ha permitido comprobar tanto que la eliminación no conlleva al aumento de los delitos retribuidos con muerte, cuanto que los países que la mantienen no son precisamente aquellos en los que las fechorías desaparezcan. Un análisis de los porcentuales de homicidios en países abolicionistas y sostenedores ha demostrado que, tomando como base los cinco abolicionistas y los cincosostenedores con mayor número de homicidios, en los abolicionistas la tasa más alta de homicidios era de 11.6 cada 100.000 personas, mientras que en los sostenedores la tasa más elevada era de 41.6 cada 100.000 habitantes.
Estos mismos argumentos empíricos son los que desarman al principal de los no abolicionistas: “si suprimimos la pena de muerte, se disparará el delito”. Según Norval Morris, todos los datos disponibles sugieren que donde la tasa de homicidios aumenta, la abolición no acelera dicha suba; donde cae, la abolición no interrumpe el proceso; y donde la tasa es estable, la presencia o ausencia de pena capital no es relevante.
La pena de muerte es la “ley del talión” institucional, la máxima violencia estatal de que es capaz un Estado de derecho en la equivalencia entre daño y castigo. “Ojo por ojo”, decía Ghandi, “y el mundo acabará ciego”. Es explicable que una víctima la reclame; no se trata de una actitud racional sino de una respuesta emocional. Las emociones no pueden ser censuradas en sí mismas; depende de lo genuino de la emoción y de la identidad del emocionado. Cuando la política expropia el discurso del atormentado, sin serlo, viola uno de los principios básicos de su razón de ser: pasar a formar parte del problema en lugar de contribuir a resolverlo.

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